Uno no sabe si era un periodista que hacía política o un político que hacía periodismo. Nunca tuve claro si me gustaba o me daba grima. Un día soltaba el portadón del siglo, las cuatro horas con Bárcenas, y era un héroe, y al día siguiente patinaba con el titadine y era un villano. De Pedro Jota se pueden decir muchas cosas, la primera que el ciudadano, el español medio, que es el que lee periódicos y sostiene el país, aún no sabe quién es el hombre que le ha escrito la Historia de nuestra joven democracia. Sí, lo hemos visto mil veces en la televisión, con su sonrisa de niño travieso que acaba de matar un gato, con su solideo por calva y su oratoria sísmica que derribaba gobiernos. ¿Pero quién es en realidad? Hoy lo han echado, han fulminado esa jota que era como un garfio de pescar exclusivas y trincones. Parece mentira que a alguien con tanto poder, al dueño del periódico más temido de España, lo puedan poner de patitas en la calle como a un vulgar clinero. Pues lo han hecho. Cada vez dan más miedo los poderes en la sombra que mueven los hilos. Unos hablan de conjura en el PP, otros de venganza personal, otros que si los masones, que si viejos fantasmas, que si el Rey ha metido baza porque por su hija mata, como la Esteban. Algún día sabremos la verdad, puede que la cuente el propio Jota en su sermón maratoniano de fin de semana, su epílogo profesional. En España no es noticia que despidan a un periodista. Hay más plumillas en la cola del paro que albañiles explotados por la burbuja. Me imagino al Randolph Hearst de Logroño recogiendo el patito de goma de la mesa de su despacho, plegando los últimos diseños de Agatha, descolgando la placa de honoris causa por Pensilvania. ¡Tantas refriegas se han cocinado en ese despacho! ¡Tantas conjuras se han urdido tras esa mesa! ¡Tantos cadáveres políticos se han enterrado en ese guardarropía en el que lloran hoy, colgados en la percha, los tirantes más famosos del mundo! Pese a los pecados informativos que haya podido cometer Jota, no podemos decir que sea un buen día para la libertad de prensa, ni para la democracia, ni siquiera para los genoveses conspiradores que brindan dos calles más abajo. Se empieza por echar al director de un periódico y se acaba en un golpe de Estado. Así que me imagino al Charles Foster Kane de la prensa española guardando las fotos de tantos reportajes y galardones, barriendo la cal viva sobrante de Lasa y Zabala, dando carpetazo el dossier secreto de Roldán, archivando en un lugar seguro las grabaciones de Amedo, metiendo en una bolsa el muñeco de trapo de Felipe González (ese muñeco aguijoneado por el vudú) maldiciendo sobre el viejo y polvoriento vídeo del chantaje porno y la infamia, arrojando a la papelera, con rabia e impotencia, los últimos restos de la dinamita o el titadine o la goma 2 del 11M, que más da, uno ya ha perdido el hilo de la conspiración con tanto titular amarillo/azufre. Sus hagiógrafos e incondicionales dicen de él que lleva tinta en las venas. Nadie lo niega, nadie le niega su valor como inmenso periodista, como pope único y singular del periodismo español, como personaje que vivió la Historia desde dentro, la modeló a su antojo y la cambió para siempre. Pero además de tinta en las venas, Jota también lleva en sus vasos sanguíneos un ramalazo político venenoso que le puede y le delata, un ADN forjado a la derecha de los Hermanos Maristas, un conspirador full time que traicionó y terminó traicionado. Un periodista puede ser bueno o malo, cobarde o valiente, laborioso o adocenado. Pero lo que nunca puede ser un periodista, bajo ningún concepto, es un lacayo del diablo. "Estaría veinte años más dirigiendo El Mundo", ha dicho lacónicamente en un comunicado de prensa. Pues haberlo pensado antes de jugar con la cola del tigre. Señor Jota.
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Los mandamases del poder y la economía global ya saben ustedes que siguen reunidos en Davos, como obispos conciliares del dinero, para debatir sobre los males del mundo. O al menos eso dicen los chorbos trajeados que andan por allí, entre montañas de nieve y nieve de la otra, entre sesión de sauna y esquí, entre polvo y polvo, o sea. Habrá quien crea que Davos es el nombre de pila de un futbolista croata que se lo montaba a tope con Anita Obregón, allá por los felices ochenta, pero nada más lejos. Davos, además de la sede del Foro Económico Mundial, es la ciudad europea situada a mayor altitud y quizás por eso las élites económicas y financieras se refugian allí en el crudo invierno de la crisis, a salvo de los gritos incendiarios de los ciudadanos, lejos de los gamonales, las barricadas y los cócteles mólotov, a buen resguardo de los gritos sangrantes de los afectados por los ERES, que a los trabajadores de Coca Cola ya los han largado con todo el buen rollito del mundo y la chispa de la vida. Estos señores forrados hasta las trancas se reúnen en Davos cada año so pretexto de que van a estudiar los últimos informes macro, esos que tanto gusta a Rajoy y a sus ministros neocaníbales, aunque todos sabemos a lo que van en realidad, a jugar al golf sobre hielo, a vestirse de tirolés para la orgía del lunch y a mamar de la Pilsen, aquella señorita teutona del reservado. Almunia (quién diría que empezó su andadura de caradura en el Partido Socialista) también se ha dado un garbeo por Davos, para que no quede en entredicho su afiliación al liberalismo de nuevo cuño que recorre Europa, como aquella sífilis del diecinueve. "A España se la ve con optimismo por la salida de la recesión, la cifra de paro ha tocado fondo y se empieza a reducir", ha dicho el comisario europeo de Competencia, más bien de incompetencia, viendo las cosas que suelta ya por esa boquita de nuevo rico. La vieja Europa hace ya tiempo que no es la Europa de los ciudadanos, sino más bien un club selecto de fulanos con mucho parné, una guarida de lobos que trabajan para ellos mismos y para Wall Street, como ese DiCaprio ultramillonario, encocado y follador que acaba de estrenar película. Almunia ya apuntaba maneras de halcón millonario (que no milenario) en los años del felipismo rampante, pero ni él mismo se imaginaba que iba a tocar las gloriosas y olímpicas cumbres de Davos, o sea que el chico se ha espabilado, ha donado el carné de sociata al museo paleontológico marxista y ha hecho carrera en los lejanos, oscuros y burócratas pasillos de Bruselas. Bárcenas también hizo buen negocio en los Alpes, pero de Bárcenas hablaremos otro día, que el fulano chupa demasiado telediario y ya aburre. Davos no solo es el mayor destino turístico de superluxe de toda Europa, el pico dorado donde se practica el balconing para golfos con esmoquin, sino también el Shangri-La donde las élites se lo montan a lo grande sobre las cenizas viejas de Europa, donde se lo pasan pirata haciendo el pirata, o sea trilando el dinero de los pobres, parados y pensionistas europeos. Davos se ubica en el cantón de los Grisones, donde cantan bingo los cabrones (se podría decir, haciendo un mal e indignado pareado), pero allí se habla alemán merkeliano, es decir el latín del dinero, como no podría ser de otra manera. Uno cree que Rajoy no hace falta que vaya de viaje oficial a Davos, que Davos engancha mucho y gusta más que a un tonto una gorra de cuadros, y luego se nos despista el gallego y acaba regalando facsímiles del Descubrimiento a cambio de unas cuantas chuches, como le pasó con Obama. Dice la enciclopedia que a Davos se llega cómodamente, desde cualquier parte, en automóvil o en tren (nos ha jodido, solo faltaba que hubiera que llegar escalando tresmiles alpinos) lo cual demuestra que todos los caminos conducen a la Roma del dinero. A Davos fue Heidegger para refugiarse en sus sabias y silenciosas montañas y discutir con otros pensadores sobre la utilidad de la Filosofía kantiana (un coñazo, pobre infeliz, no supo ver que en Davos se puede hacer dinero a espuertas). Lo dicho, que España se reparte la lata de sardinas de ciento y pico gramos (todos nos quedamos con hambre) mientras los señores de Davos se reparten el mundo pico a pico. Y es que el mundo es pa cuatro.
Dice mi suegra que Rajoy es como Robin Hood pero al revés, o sea que roba a los pobres para dárselo a los ricos. Y uno cree que la sentencia describe a la perfección lo que está pasando en esta España nuestra, donde veinte ricachos tienen el dinero de diez millones de españoles, cago en Soria. Gamonal, remake del motín de Esquilache, es una buena muestra de lo que digo. La derecha mediática habla de terrorismo callejero, de kale borroka, de ultraviolencia comunista contra el PP. Pero en el fondo la verdad ha quedado al descubierto después del aquelarre de fuego y odio, y todo el país sabe de lo que va este tema. De lo de siempre, de llevárselo muerto, de ir al trinque, de constructores amigos de políticos bien dispuestos a dar el palancazo con la excusa fácil de que es necesario asfaltar una calle o construir un palacio de congresos o un puestecito de helados. Y todo ello con la complicidad de nuestro Gobierno y de nuestro conspicuo presidente, esa lumbrera política del siglo XXI que es capaz de cambiarle a Obama tres facsímiles centenarios, tres tesoros de la Historia de España, por unas simples chuches yanquis, algo verdaderamente notable, como dice él. Si Mariano despliega la misma eficacia negociadora ante la Merkel ahora se entiende que el país esté enlodado de recortes neoliberales. Seguro que ha entregado España a cambio de tres salchichas Frankfurt y un par de birras. La entrevista que el susodicho concedió ayer a la Lomana (periodista tan hierática y engolada como fría e insulsa) se estudiará algún día como modelo de lo que es una performance surrealista al servicio del poder. El presidente no dijo nada, no dio explicaciones de nada, no aportó absolutamente nada. Fue la entrevista sobre la vacuidad más insoportable. Una hora de televisión miserablemente perdida, con lo cara que está la luz, coño. El espectador esperaba ansiosamente el desenlace de El tiempo entre costuras (el culebrón del protectorado); el gentío quería saber si la costurerita con carita de Estrellita Castro se daba por fin el revolcón con su chulazo. Y él allí, cortando todo el rollo a la audiencia con su pose de don Tancredo y su barbita de hombre respetable que ya no engaña a nadie, con sus aburridos soliloquios gallegos habituales, con su sarta de insensateces de perogrullo, que si a la Infanta le va a ir bien, que si el Rey es un ser humano, que si Cataluña no se independizará, que si manzanas traigo. "No adelantemos acontecimientos", dijo el premier. Ésa fue su gran frase para la Historia mientras el país se nos va al garete. Ya no le pedimos una frase gloriosa como la de Churchill sobre la sangre, el sudor, las lágrimas y todo lo demás, pero hombre, un poquito de por favor, que usted tiene estudios y nosotros también, señor presidente. "No adelantemos acontecimientos". ¡Qué gran frase, qué sentencia sublime, qué brillante discurso para la posteridad! ¿Pero para que está un presidente si no es precisamente para eso, para adelantarse a los acontecimientos, para anticiparse a los graves problemas que se avecinan, para adivinar las necesidades de su pueblo, para explicarse, en fin, ante su país hambriento de pan y verdades? La mediocridad no se imita, ha dicho Balzac hace un rato. Pues nosotros tenemos un presidente inimitable en la comedia y en el drama. La entrevista con la Lomana no pasó de mera tertulia de brasero entre una abuelita aburrida de todo y su sobrina ambiciosilla que espera sacarle unos cuartos, o sea la fértil audiencia, aunque finalmente todo quedó en un bluf periodístico que no sirvió ni para vender el KH-7 de Chus Lampreave. Eso sí, al menos dijo que ya no se lleva con el entrullado Bárcenas. Pues qué notición.
Imagen: cuartopoder.es
Lo de Gamonal es para que vaya dimitiendo desde Rajoy hasta el último ujier de la Moncloa, pasando por el inepto alcalde de Burgos y unos cuantos ministros camastrones. Durante una semana, la ciudad ha ardido por los cuatro costados como una falla valenciana. Barricadas de odio, fuego y pedradas, botes de humo y caña, mucha caña al mono, que es de goma. Como en aquellas viejas algaradas norteñas de la Segunda República, solo que sin ateos quemando iglesias ni militarotes golpistas por ahí de acampada, de momento. Por unos días, Burgos ha vivido en la anarquía y el sindiós, un caos difícilmente explicable en una sociedad que se dice avanzada y democrática. ¿Y qué que hacía nuestro Gobierno mientras los ciudadanos se partían la cara con los grises? (Son los mismos grises de antes, solo que con casco y porra avanzados y más puestos de gimnasio) Pues muy fácil: Rajoy se hacía la foto con Obama en la Casa Blanca, que siempre queda muy típica en el álbum familiar, Soraya estaba missing y el ministro del Interior no sabe no contesta. La espiral de violencia subía un grado más cada día y nadie parecía tomar las riendas de la crisis. Ésta es la forma de resolver los conflictos de nuestro Gobierno: dejar que el botellón explote y vaya perdiendo fuerza por propia inercia. Solo que la ira del pueblo no se apaga fácilmente y ya hay muchos gamonales a punto de estallar por todo el país. El ciudadano, el gentío, se echa a la calle no por diversión, ni para montar verbenas y chocolatadas, ni para organizar bailes regionales los sábados tarde, sino porque está pidiendo pan a gritos, porque se muere de fría miseria, como cuando aquello del Motín de Esquilache, que casi le cuesta el cuello a Carlos III. La gente defiende en la vía pública lo poco que le queda, las migajas del Estado de Bienestar, pero al alcalde pijotonto de Burgos se le había metido entre ceja y ceja que lo prioritario era gastarse un pastizal en poner bonita una avenida, que era como vestir de domingo al niño pobre antes de matarlo de hambre. ¿Qué amistades, qué convolutos, qué adjudicaciones y pelotazos puede haber detrás de una actitud tan cerril y obcecada como la del señor Javier Lacalle? Hace falta estar ciego para no ver cuáles son las necesidades urgentes del país. Las guarderías que se desploman a trozos, los niños que caen como moscas famélicas en las escuelas, los viejos que se mueren de frío por el tarifazo de la luz. Pero aquí parece más importante llenar una calle de farolas versallescas, de felices guirnaldas y de absurdos escaparates llenos de joyones que nadie puede comprar. No cabe más incompetencia, más nulidad política, más burricie administrativa en tan poco tiempo. Hasta han logrado que policías y bomberos terminen a garrotazos en una nueva edición de las dos Españas (a Cristina Cifuentes le van las pistolas y a Ana Botella le ponen más las mangueras). El fuego justo de Gamonal, el viento del pueblo que se revuelve contra la estulticia de quienes le gobiernan, la revolución sana y necesaria, en fin, es el punto final lógico y consecuente a una etapa histórica vergonzante en la Historia de España: los años del trapiche y el ladrillazo. Pero por lo visto algunos políticos se creen que estamos todavía en los años dorados de la Belle Époque, cuando no había más que meter la zarpa en el cazo para llegar a Gran Gatsby. El pueblo castellano sabio, viejo y austero es un pueblo pacífico que duerme un sueño milenario y nunca se mete con nadie. Pero cuidado, que no le toquen los bemoles. Porque, como en Los Santos Inocentes, empieza a estar cansado del saqueo, el fraude, el trilerismo y el atraco. Milana bonita.
Imagen: publico.es
Uno se imagina al despistado Rajoy buscando un retrete en la Casa Blanca y es que se descojoncia vivo. Ni Peter Sellers en El Guateque. La escena no sabemos si ha ocurrido en realidad, pero bien podría haber sucedido, porque el grado de empanada mental gallega que parece afectar a nuestro conspicuo presidente empieza a ser llamativa y preocupante. Resulta que después de mucho tiempo, Obama, el hombre más poderoso del mundo, tuvo a bien hacer un hueco en su apretada agenda planetaria para recibirle. Y entre que Mariano no entiende ni papa de inglés y que el hombre anda más despistado que un hijo ilegítimo buscando la partida de nacimiento el ridículo global de nuestro país ha sido más que considerable. Vamos, que la imagen de la maltrecha marca España ha quedado, una vez más, mancillada, en entredicho, por los suelos. Para los anales de la infamia histórica quedará la vergonzosa rueda de prensa en el despacho oval (solo para medios acólitos acreditados, a los periodistas rojos se les prohibió la entrada y no pudieron pasar de la lavandería de la Casa Blanca, por si acaso les daba por preguntar por los trapos sucios de Bárcenas). En cuanto Obama abrió el pico y dijo una frase en yanqui rápido, delante de decenas de periodistas de todo el mundo, a Rajoy le tembló hasta el último pelo de la barba y para salir del atolladero no se le ocurrió otra cosa que soltar un balbuceante, deficiente, lunático y extraviado "¿eh?". Vamos que no entendía ni jota el hombre. Fue como si un platillo volante de los de Men in Black lo hubiera abducido cuando paseaba por las rías gallegas y lo hubiera soltado de repente en la Casa Blanca. Más que como el presidente del milenario Reino de España quedó como Dustin Hoffman en Rain Man. Un ser autista, marciano, extraño, musaráñico, o sea. Qué bochorno de presidente, qué papelón. ¿Pero de dónde habrán sacado a este tipo?, debió preguntarse Barack en ese delicado momento. ¿Es con este gafas de culo de vaso enajenado y barbicano de mirada abstraída con quien debo negociar los problemas de Estados Unidos y su relación con Europa? Resulta evidente que dio la sensación de que a Rajoy le pudo la presión. Claro, no es lo mismo firmar un aburrido papelamen del registro de la propiedad de Pontevedra que vérselas con el hombre que puede mandar al garete al planeta Tierra, a poco que tenga un día tonto y le dé por apretar el botón atómico, por mucho que el negrata sea premio Nobel de la Paz. Y además, qué se puede esperar de un premier que no entiende su propia letra. De una forma o de otra, lo cierto es que España nunca ha tenido presidentes del Gobierno a la altura de estos elevados envites internacionales. No vamos a recordar aquí el ridículo espantoso que hizo Aznar cuando el amo Bush le dejó poner las botas encima de la mesa de su rancho de Texas (aunque fuera solo por un ratito, para que no le cogiera gustito a la cosa); y Zetapé también pasó con más pena que gloria por la Casa Blanca, donde se le tenía poco menos que por un adolescente radical y antisistema. Así que, nos guste o no, seguimos siendo la Gracita Morales que está para lo que diga el Tío Sam, ya sabe el lector, aquello de "las que tenemos que servir". Terminada la rueda de prensa, Mariano compareció en un importante foro empresarial para sacar pecho del gran milagro español de los seis millones de parados, pero por un momento se le olvidó acercar la boca al micrófono, de modo que nadie escuchaba nada de lo que estaba diciendo. Lo dicho: que tenemos un presidente Mister Bean al que no podemos sacar de casa, un canciller que anda despistado cuando tiene que salir de copas por Washington, como en aquella vieja película de James Stewart. Así que la próxima vez que tengamos una cita con Obama, Rajoy que se quede apaciguando el motín de Gamonal, si es que sabe y puede. Y mejor mandamos a la Esteban.
Imagen: elconfidencial.com
Nunca llegué a saber cual era tu truco mágico, amigo, ni por qué siempre llegabas el primero al lugar de la
noticia. Aún recuerdo aquella foto única, magistral, aquella instantánea que
abrió a cinco columnas la portada de ese diario regional del que ni tú ni yo
queremos acordarnos ya. Un policía sosteniendo en alto su revólver, la gente corriendo
despavorida y un peligroso atracador tratando de huir del lugar del crimen. Como
siempre, tú estabas allí, en el momento exacto, en el lugar adecuado, viviendo la historia como un
personaje novelesco más, mientras los torpes de La Opinión seguíamos tan tranquilos en la
redacción sin enterarnos de la misa la mitad. Tú no eras un simple fotógrafo,
Tito, eras un mago que cada día sacaba conejos de la chistera y que nos dejaba boquiabiertos
con sus exclusivas y sus imágenes impactantes. Cuando entrabas en un juzgado
todos te temían y respetaban porque sabían que llegaba un periodista dispuesto a airear esa cosa tan denostada que llaman la verdad. Hoy los jóvenes fotógrafos van a la rueda de prensa de turno, aprietan el gatillo como zombis y a casita que llueve. Si no pagan las horas extras ya se puede estar cayendo la catedral de Murcia. Tú no, tú no eras un simple retratero, qué va, tú eras
el mejor reportero gráfico que he conocido en mi puta vida. Te trabajabas la calle como nadie, se te veía de madrugada con tu cansada Nikon al hombro, con tu sonrisa intrigante y tu barba de cuatro días. Ya viene Tito de alguna exclusiva, nos decíamos con temor. Y bingo: al día siguiente temblaba la ciudad con alguna de sus magníficas instantáneas. Con astucia y discreción, te acercabas al policía de turno, al funcionario, al preso, al
abogado, y les sonsacabas con tu gracejo murciano, tus pícaras artimañas y tu simpatía innata de
retaco avispado con orejas de soplillo. Tenías ese duende para la exclusiva que solo tienen los artistas. Atraías a la noticia como un panal a las abejas. Nadie sabrá nunca el secreto de tu éxito. Supongo que dedicarle el cuerpo y el alma a esta profesión de canallas. Un buen día me dijiste que ese periódico innombrable te había mandado a la cola del paro sin importarle que hubieras dado tu vida por la causa. Lejos de hundirte, ése fue el comienzo de tu leyenda personal, empezaste a volar de verdad. Hasta que me dijiste: ¿Te vienes a Afganistán a buscar a Bin Laden? Y así fue como nos conocimos. Veinte horas en un Antonov soviético pilotado por borrachos hasta llegar a Kabul dan para mucho. Y allí, entre talibanes y soldados desesperados, entre niños huérfanos y hombres mutilados, entre minas y tanques despanzurrados, nos hicimos hermanos de sangre. Supimos lo que es dormir en una prisión talibán, vivir sin higiene y pasar hambre de verdad. Y ya para siempre. Estábamos preparando el viaje de nuestras vidas a la Antártida cuando al Rey le dio por cambiar su agenda a última hora y la travesía se suspendió. Unos meses después te largaste a Irak. Yo no tuve pelotas para acompañarte. Fuiste submarinista, pescador, marinero, piloto de aviación, empresario, viajero impenitente, presentador de televisión y mil cosas más. Viviste siete vidas en una sola, como los gatos. Siempre te recordaré sacando del Puerto de Cartagena aquellos congrios como boas que nos comíamos, al atardecer, con birras frías, copa y puro. Hoy me he enterado de que te has ido y me he puesto a escribir con dolor y lágrimas en los ojos. Nunca te perdonaré que te hayas embarcado solo en este viaje, hermano. No habrá otro como tú, no habrá otro como El Gran Tito.
Es como si la Monarquía hubiera perdido, de repente, todo su poder entrañable, mágico, encantador. El juez Castro, por fin, ha dado un puñetazo en la mesa para decir que aquí se acabaron los cuentos de hadas. Durante décadas, España había vivido en una especie de fábula a lo Hans Christian Andersen, con sus reyes y reinas, sus príncipes y princesas, sus alfombras rojas, jardines, tapices y fieles consejeros como Sabino. El pueblo toleraba a los borbones porque parecían sobrios y quedaban monos, tan rubios y espigados ellos, esquiando en Baqueira Beret. El Reino tenía sus buenos y sus malos (como Tejero), no había castillo rutilante pero sí un coqueto palacio de Marivent, un yanqui en la corte del rey artúrico como Woody Allen y un yate resultón amarrado en la esquina para seducir a los líderes mundiales. Creíamos que contábamos con una monarquía relativamente barata, sostenible, eficaz, una monarquía discreta y republicanota compuesta por unos funcionarios que ejercían con relativa aptitud su papel de borbónicos. Hasta posaban para el Hola, con sus retoños de couché, a las puertas de la Clínica Ruber, demostrando así que las Infantas parían por el mismo sitio que las chabolistas. Hoy todo eso se ha ido al traste. La princesa Cristina se ha convertido en un sapo imputado, su marido ha superado a Basil Rathbone en sus mejores papeles de villano codicioso y el Rey se ha quedado en un anciano achacoso que pierde los papeles en los discursos y que no tiene el valor de encarar el puente hacia su jubilación, como decía el anuncio aquel. Hasta hay madrastras sospechosas conjurando en la sombra con la manzana venenosa (véase la ladina Corinna). El pueblo necesita que le cuenten fabulosas historias que le hagan soñar, no historias de princesas macarras que huyen a Suiza con la pasta y duques priápicos que solo piensan en fornifollar. Es evidente que el truco, el hechizo real sobre el que se asentaba nuestra imberbe democracia, se ha roto, y el ciudadano ya no cree en la Monarquía. A decir verdad no creemos en nada porque, como ya digo, el iluso encantamiento que refundó España en el 75 se ha roto irremediablemente a fuerza de escándalos, palancazos, desfalcos, blesas y urdangarines que van por ahí trilando lo que pueden. Lo malo de Urdangarín es haber creído que la milenaria Zarzuela era como una cancha de balonmano donde se trataba de robar y salir corriendo. El secreto del éxito del juancarlismo no estuvo ni en el bombazo de Carrero, ni en el consenso político, ni en los pactos de la Moncloa, ni en el día que Carrillo se quitó la peluca comunista, ni siquiera en la templanza de Adolfo Suárez, ese Ulises de Ávila. El secreto de nuestra Monarquía fue que supo contarnos un cuento feliz después de una cruel pesadilla, un cuento fantástico y seductor que nos infundió esperanza e ilusión después de tanta noche gélida, tanto brazo en alto y tanta miseria franquista. El cuento tenía sentido y hasta el happy end de las bodas reales al estilo Sissi Emperatriz, aunque con princesas algo más feuchas, más bien en plan Shreck. Todo eso se ha perdido para siempre. El relato mítico, el discurso de ficción sobre el que se asentaban los cimientos de nuestra democracia, el cuento de hadas, ha saltado por los aires y nos hemos estrellado contra la cruda realidad de que la Infanta no era en realidad una Infanta sino una señora aprovechada y jeta que contrataba cenicientas sudacas en negro y que se autoalquilaba el Palacete de Pedralbes para trincar una calderilla en el IRPF, qué cutrez. Una monarquía, de ser algo, es un cuento para niños que surte efecto entre los súbditos gracias a su poder misterioso de fascinación y encantamiento. Algo irracional y absurdo pero que funciona. "Yo quisiera encantar como tú encantas", decía Gerardo Diego. Pero parece que el juez Castro ya no está para muchos cuentos.
Imagen: www.mundiario.com
El terror no solo mata con balas, también mata con la palabra. Y eso es lo que han hecho los presos de ETA que han participado en el sórdido acto en el café teatro de Durango: terminar de rematar a sus víctimas con su retórica inhumana, ininteligible, atroz. Durante años aniquilaron a cientos de inocentes (entre ellos algunos pobres niños) con el tiro en la nuca o la bomba lapa y ahora les dan la puntilla con su lenguaje animal, humillante, totalitario. Los matan dos veces, o sea. No encontraron ni una mala frase para pedir perdón, no tuvieron ni un mísero gesto de contrición o remordimiento para los familiares de los asesinados. Hasta una cucaracha muestra más humanidad de la que han mostrado los sesenta de la muerte. Antes de irse a comer, se colocaron para la foto, sonrieron cínicamente y soltaron cuatro palabras hirientes para las víctimas, para la democracia y para la dignidad humana. Pero ellos saben que su tiempo ya pasó, que ya no son aquellos jóvenes y briosos gudaris de melenas desgreñadas que empuñaban la Parabellum hambrienta de sangre. Ya no son aquellos muchachos dispuestos a arrojar a un ser humano a un zulo infecto y esperar pacientemente hasta verlo enloquecer y pudrirse tras un año de cautiverio. Ya no son aquellos cachorros de ojos fieros expertos en el traicionero temporizador y en volar por los aires centros comerciales llenos de gente. Yo solo vi a un grupo de hombres acabados, mudos, vaciados de alma. Se les veía viejos y achacosos, derrotados y resentidos, enfermos y carcomidos por la metástasis terminal de la maldad. Han decidido reunirse en un teatro de Durango para hacerse la pretendida foto histórica, la foto eterna de los fundadores del nuevo estado estalinista vasco. Torpemente formados como jubilatas después de jugar un aburrido dominó, compusieron una especie de infame galería de los horrores, solo que en lugar de monstruos de cera había monstruos arrugados y envejecidos que ya no toman chacolí en la herriko porque están prostáticos. No podían haber escogido un mejor escenario para su última mascarada: un teatro. Los cincuenta años de lucha armada han sido precisamente eso, un macabro teatro, una gigantesca farsa montada sobre el delirio de que formaban parte de un ejército armado dispuesto a salvar a la oprimida patria euskalduna. Hoy, medio siglo después de que la banda naciera en un seminario (los curas, siempre los curas), se puede decir que ETA no era ni un glorioso movimiento de liberación nacional (como dijo Aznar), ni un grupo de bravos resistentes frente al oprobioso Estado español, ni un cuerpo de guerrilleros osados y valientes, sino la mayor mentira del loco siglo XX, una multinacional del crimen que daba trabajo a los parados de las rías vizcaínas y que cotizaba en muertos, coca y mucho impuesto revolucionario en la Bolsa de Bilbao. ETA era una empresa de economía sumergida que rendía sangrientos beneficios a final de año. Lo malo es que con el paso de los años el pueblo, víctima del terror, se acabó acostumbrando a tanto cuerpo mutilado a la hora del telediario, a tanta masacre de casa cuartel y a tanta barbarie. ETA terminó convirtiéndose en un fenómeno meteorológico, como la gota fría o el pedrisco, y todos terminamos habituándonos al atentado diario y a los ridículos chorbos encapuchados que daban comunicados absurdos y quemaban autobuses. El miedo desaparece cuando no hay nada que perder. Como los vampiros, convirtieron la sangre en un fin y fue ahí cuando empezaron a perder la guerra. Hoy, esos sesenta de Durango, esos ancianos despojos, esas bestias de sonrisa caníbal, saben que han perdido la batalla, no por tantos comandos desmantelados, ni por tantos años de cárcel como se han comido, ni por haber sido abandonados por sus generales en las húmedas cárceles de la meseta. Lo saben en lo más profundo de ellos mismos porque han desperdiciado miserablemente sus vidas persiguiendo una idea falsa, injusta y cruel. Aunque todavía sigan matando con la palabra.
Imagen: www.huffingtonpost.com
Todo el pueblo de Madrid anda recogiendo firmas para que este año haga de Rey Baltasar un negro de los de verdad y no un tío tintado de betún barato, como todos los años. Paseaba yo por Sol esta Navidad cuando una niña me pidió la firma para este menester, pero yo le dije que paso, que a mí me gusta que el rey negro sea un falso negro, un actor fingido de los de toda la vida, porque va más con nuestra tradición cutrehispana, con nuestra cultura del parche y la improvisación y con nuestra vida política actual. Un Baltasar de pega con acento andalú, un señor blanco travestido de negro con nariz aguileña de Cáceres, un rey tirando a marronazo oscuro, es más nuestro, más propio y berlanguiano, y encaja mejor con el hundimiento de la Marca España, que es nuestra tragedia contemporánea. Aquí somos expertos en hacerlo todo mal, ésa es nuestra gran marca patria, nuestro sello nacional y principal. Panamá le encarga el canal a Sacyr y Sacyr abre en canal a los pobres panameños, que van a estar pagando sobrecostes hasta el día del juicio final, por mucho que Rajoy mande ahora a Ana Pastor a cruzar el charco, deprisa y corriendo, para arreglar el desaguisado (un desaguisado que ya no tiene remedio, por otra parte, porque nuestro prestigio como país está a la altura del prestigio de Ortega Cano y su hijo torete). En España construimos aeropuertos sin aviones, edificios calatravianos que se caen a trozos y hasta Parlamentos con goteras y luego vamos por el mundo de únicos, de grandes profesionales de la construcción, cuando en realidad nuestras multinacionales de cartón piedra las dirigen trincotrileros del sobre, ejecutivos engominados en la falsía y el desfalco y chamarileros de tres al cuarto que solo piensan en hacer las américas para llevárselo entero, como en tiempos de Hernán Cortés. En España somos diestros en la chapuza, ésa es nuestra I+D, y por eso el Rey Baltasar tiene que ser, necesariamente, un tío de Cuenca embreado de grasa proletaria que se saca unos durillos tirando caramelos a los niños cada seis de enero. Lo malo es que los políticos lo petan todo, coño, son tan egoístas que ya no dejan el puesto vacante de Baltasar al anónimo ciudadano, como debería ser, y este año hará de rey moreno, otra vez, un concejal (del PP o de UPyD, que será aún peor), con la poca gracia y salero que tienen los jodíos para meterse en el papel de sus majestades de Oriente. La verdad es que baja la moral ver al fabuloso Rey Baltasar subido al tractor de la cabalgata y encontrártelo al día siguiente, resacoso y aturdido, en el negociado de vía pública, multas y sanciones. Estos gobernantes nuestros son unos avariciosos que ya no dejan nada para los demás, nos quitan los derechos laborales, nos quitan el trabajo, nos quitan la casa, nos cortan la luz y hasta nos quitan al Rey Baltasar. Al menos antes los Reyes Magos llegaban con oro, incienso y mirra (¿qué diantres era la mirra?) más algún que otro patinete, trenes eléctricos y Nancys rubias como las de Mario Vaquerizo. Pero es que ahora tenemos que aguantar que un señor concejal ridículamente pintado de negro y salido de alguna ventanilla burocrática y gris nos venga con la saca llena de imputados, comisiones ilegales, sobrecostes y cuentas en Suiza. Los madrileños quieren un rey negro muy negro (como se dice en Las Mil y una Noches), un negro de verdad, pero mejor dejar la cosa como está, con un Baltasar autóctono, de Vallecas de toda la vida, untado, sin pedigrí oriental, no vaya a ser que a Ana Botella le dé por desclavar a un pobre africano de las crueles concertinas para colocarle un turbante de oro en la cabeza y montarlo en un camello. Así es la Marca España.
Posdata para sus Majestades: Este año le habéis traído carbón a Bárcenas, más una alergia que casi lo mata como a un chinche y lo saca de la cárcel, por fin, en libertad provisional. ¿Quién le habrá echado el carbunco en el pollo de Navidad? ¿Habrá sido algún paje vengativo camuflado de Baltasar?
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