jueves, 9 de enero de 2014

CRISTINA


Es como si la Monarquía hubiera perdido, de repente, todo su poder entrañable, mágico, encantador. El juez Castro, por fin, ha dado un puñetazo en la mesa para decir que aquí se acabaron los cuentos de hadas. Durante décadas, España había vivido en una especie de fábula a lo Hans Christian Andersen, con sus reyes y reinas, sus príncipes y princesas, sus alfombras rojas, jardines, tapices y fieles consejeros como Sabino. El pueblo toleraba a los borbones porque parecían sobrios y quedaban monos, tan rubios y espigados ellos, esquiando en Baqueira Beret. El Reino tenía sus buenos y sus malos (como Tejero), no había castillo rutilante pero sí un coqueto palacio de Marivent, un yanqui en la corte del rey artúrico como Woody Allen y un yate resultón amarrado en la esquina para seducir a los líderes mundiales. Creíamos que contábamos con una monarquía relativamente barata, sostenible, eficaz, una monarquía discreta y republicanota compuesta por unos funcionarios que ejercían con relativa aptitud su papel de borbónicos. Hasta posaban para el Hola, con sus retoños de couché, a las puertas de la Clínica Ruber, demostrando así que las Infantas parían por el mismo sitio que las chabolistas. Hoy todo eso se ha ido al traste. La princesa Cristina se ha convertido en un sapo imputado, su marido ha superado a Basil Rathbone en sus mejores papeles de villano codicioso y el Rey se ha quedado en un anciano achacoso que pierde los papeles en los discursos y que no tiene el valor de encarar el puente hacia su jubilación, como decía el anuncio aquel. Hasta hay madrastras sospechosas conjurando en la sombra con la manzana venenosa (véase la ladina Corinna). El pueblo necesita que le cuenten fabulosas historias que le hagan soñar, no historias de princesas macarras que huyen a Suiza con la pasta y duques priápicos que solo piensan en fornifollar. Es evidente que el truco, el hechizo real sobre el que se asentaba nuestra imberbe democracia, se ha roto, y el ciudadano ya no cree en la Monarquía. A decir verdad no creemos en nada porque, como ya digo, el iluso encantamiento que refundó España en el 75 se ha roto irremediablemente a fuerza de escándalos, palancazos, desfalcos, blesas y urdangarines que van por ahí trilando lo que pueden. Lo malo de Urdangarín es haber creído que la milenaria Zarzuela era como una cancha de balonmano donde se trataba de robar y salir corriendo. El secreto del éxito del juancarlismo no estuvo ni en el bombazo de Carrero, ni en el consenso político, ni en los pactos de la Moncloa, ni en el día que Carrillo se quitó la peluca comunista, ni siquiera en la templanza de Adolfo Suárez, ese Ulises de Ávila. El secreto de nuestra Monarquía fue que supo contarnos un cuento feliz después de una cruel pesadilla, un cuento fantástico y seductor que nos infundió esperanza e ilusión después de tanta noche gélida, tanto brazo en alto y tanta miseria franquista. El cuento tenía sentido y hasta el happy end de las bodas reales al estilo Sissi Emperatriz, aunque con princesas algo más feuchas, más bien en plan Shreck. Todo eso se ha perdido para siempre. El relato mítico, el discurso de ficción sobre el que se asentaban los cimientos de nuestra democracia, el cuento de hadas, ha saltado por los aires y nos hemos estrellado contra la cruda realidad de que la Infanta no era en realidad una Infanta sino una señora aprovechada y jeta que contrataba cenicientas sudacas en negro y que se autoalquilaba el Palacete de Pedralbes para trincar una calderilla en el IRPF, qué cutrez. Una monarquía, de ser algo, es un cuento para niños que surte efecto entre los súbditos gracias a su poder misterioso de fascinación y encantamiento. Algo irracional y absurdo pero que funciona. "Yo quisiera encantar como tú encantas", decía Gerardo Diego. Pero parece que el juez Castro ya no está para muchos cuentos.      

Imagen: www.mundiario.com

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