LA MUERTE Y LA PALABRA
El terror no solo mata con balas, también mata con la palabra. Y eso es lo que han hecho los presos de ETA que han participado en el sórdido acto en el café teatro de Durango: terminar de rematar a sus víctimas con su retórica inhumana, ininteligible, atroz. Durante años aniquilaron a cientos de inocentes (entre ellos algunos pobres niños) con el tiro en la nuca o la bomba lapa y ahora les dan la puntilla con su lenguaje animal, humillante, totalitario. Los matan dos veces, o sea. No encontraron ni una mala frase para pedir perdón, no tuvieron ni un mísero gesto de contrición o remordimiento para los familiares de los asesinados. Hasta una cucaracha muestra más humanidad de la que han mostrado los sesenta de la muerte. Antes de irse a comer, se colocaron para la foto, sonrieron cínicamente y soltaron cuatro palabras hirientes para las víctimas, para la democracia y para la dignidad humana. Pero ellos saben que su tiempo ya pasó, que ya no son aquellos jóvenes y briosos gudaris de melenas desgreñadas que empuñaban la Parabellum hambrienta de sangre. Ya no son aquellos muchachos dispuestos a arrojar a un ser humano a un zulo infecto y esperar pacientemente hasta verlo enloquecer y pudrirse tras un año de cautiverio. Ya no son aquellos cachorros de ojos fieros expertos en el traicionero temporizador y en volar por los aires centros comerciales llenos de gente. Yo solo vi a un grupo de hombres acabados, mudos, vaciados de alma. Se les veía viejos y achacosos, derrotados y resentidos, enfermos y carcomidos por la metástasis terminal de la maldad. Han decidido reunirse en un teatro de Durango para hacerse la pretendida foto histórica, la foto eterna de los fundadores del nuevo estado estalinista vasco. Torpemente formados como jubilatas después de jugar un aburrido dominó, compusieron una especie de infame galería de los horrores, solo que en lugar de monstruos de cera había monstruos arrugados y envejecidos que ya no toman chacolí en la herriko porque están prostáticos. No podían haber escogido un mejor escenario para su última mascarada: un teatro. Los cincuenta años de lucha armada han sido precisamente eso, un macabro teatro, una gigantesca farsa montada sobre el delirio de que formaban parte de un ejército armado dispuesto a salvar a la oprimida patria euskalduna. Hoy, medio siglo después de que la banda naciera en un seminario (los curas, siempre los curas), se puede decir que ETA no era ni un glorioso movimiento de liberación nacional (como dijo Aznar), ni un grupo de bravos resistentes frente al oprobioso Estado español, ni un cuerpo de guerrilleros osados y valientes, sino la mayor mentira del loco siglo XX, una multinacional del crimen que daba trabajo a los parados de las rías vizcaínas y que cotizaba en muertos, coca y mucho impuesto revolucionario en la Bolsa de Bilbao. ETA era una empresa de economía sumergida que rendía sangrientos beneficios a final de año. Lo malo es que con el paso de los años el pueblo, víctima del terror, se acabó acostumbrando a tanto cuerpo mutilado a la hora del telediario, a tanta masacre de casa cuartel y a tanta barbarie. ETA terminó convirtiéndose en un fenómeno meteorológico, como la gota fría o el pedrisco, y todos terminamos habituándonos al atentado diario y a los ridículos chorbos encapuchados que daban comunicados absurdos y quemaban autobuses. El miedo desaparece cuando no hay nada que perder. Como los vampiros, convirtieron la sangre en un fin y fue ahí cuando empezaron a perder la guerra. Hoy, esos sesenta de Durango, esos ancianos despojos, esas bestias de sonrisa caníbal, saben que han perdido la batalla, no por tantos comandos desmantelados, ni por tantos años de cárcel como se han comido, ni por haber sido abandonados por sus generales en las húmedas cárceles de la meseta. Lo saben en lo más profundo de ellos mismos porque han desperdiciado miserablemente sus vidas persiguiendo una idea falsa, injusta y cruel. Aunque todavía sigan matando con la palabra.
Imagen: www.huffingtonpost.com
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