(Publicado en Revista Gurb el 8 de julio de 2016)
Parece mentira cómo ha crecido la figura
de Rajoy en estas dos últimas semanas de resaca electoral. Quién nos lo
iba a decir, ni el más experto marianólogo hubiera sido capaz de
preverlo. Antes del 26J al presidente se le veía disminuido, menguante,
acabado. Hasta se trabucaba más de la cuenta. Y hoy fíjate tú, ahí lo
tienes: un titán, un gigante, el coloso de Rodas, coloso en llamas en un
PP que arde por los cuatro costados, pero coloso a fin de cuentas. Los
líderes de las demás fuerzas políticas achantan, bajan la cabeza, piden
cita para pasar por vicaría, o sea por Moncloa, y charlar cinco minutos
con el hombre del momento. Es la venganza fría de Mariano después de
pasárselos a todos por el arco de triunfo.
Rajoy vuelve a estar de moda, el gran
triunfador, el puto amo. Nos hemos estado riendo de él, hasta hartarnos,
durante una legislatura entera, una legislatura que ha sido cruel,
larga, sacrificada y llena de parados, de pobres y de indignados. Los
periodistas le hemos dado a Mariano hasta en el carné de identidad, le
hemos estado arreando estopa sin piedad, como si fuera un muñeco de pim
pam pum, sin conseguir derribarlo. Le hemos atizado tanto y con tanta
saña que al final lo hemos convertido en una víctima, en un mártir, en
un señor mayor que daba pena porque le caían palos por todos lados. ¿Y ahora qué,
listillos? ¿Cómo explicamos que el señor mayor tenía razón, que era él
el elegido, el más querido por los españoles, el llamado a sucederse a
sí mismo ante la falta de alternativas? Parecía tonto cuando lo veíamos
balbucear todo aquello del vecino y el alcalde y el plato y el vaso y
las máquinas son máquinas y lo de su primo el climatólogo y los chuches y
tantas y tantas historias de viejas gallegas como nos ha ido contando
el premier para tenernos entretenidos, embaucados y hechizados durante
cuatro años de crisis y escándalos. Sí, eso es lo que ha hecho Mariano:
hipnotizarnos con su retórica decimonónica tan eficaz como el más
potente filtro de una bruja de Pontevedra, meternos la anestesia de sus
chistes malos para que nos olvidáramos de lo mal que iba el país,
distraernos con sus circunloquios enrevesados mientras la corrupción se
desbocaba en su partido y las colas de Cáritas se llenaban de
hambrientos.
Cuando las cosas iban mal salía él,
siempre enchufado al humor absurdo en plan Groucho Marx, siempre on
fire, soltaba una de las suyas para captar la atención y todos caíamos
sin darnos cuenta en el show de Marianico El Corto. Nos reíamos de él a
mandíbula batiente, nos descollonábamos vivos con sus ocurrencias y
gozábamos con la idea de que a ese hombre raro, miope y barbudo con
frenillo le quedaban cuatro telediarios en la Moncloa. Cada vez que lo
escuchábamos desbarrar, pensábamos sin dudarlo que la victoria de la
izquierda, con sorpasso o sin sorpasso, estaba más cerca que nunca.
Creíamos que Rajoy caería por su peso víctima de sus propias simplezas.
Pobres ilusos, qué equivocados estábamos. No nos dábamos cuenta del
truco, no éramos capaces de ver que todo obedecía a un plan, que Mariano
El Previsible conectaba a la perfección con las masas hispanas, con el
ideal del español medio: el Marca, el fútbol, el puro y la buena vida
del dominguero. El premier nos iba contando sus chascarrillos de fogón y
brasero para despistarnos y nosotros nos mofábamos de él, como si fuera
un viejo chocho, el loco del pueblo, un friki que no decía más que
tontunas y que tenía las horas contadas. Un día Pedro Sánchez lo llamaba
indecente, al otro día la liaba parda con un mensaje a Bárcenas o en
una entrevista con Alsina o en la cocina de Bertín. Los politólogos de
nuevo cuño, los tertulianos de plató, las falsas encuestas, Espe Aguirre
y hasta los barones más aznaristas de su partido, daban a Mariano por
desahuciado, por fracasado, por amortizado y hasta por dimitido. Los
periodistas, cuando nos levantábamos por la mañana con el pie izquierdo,
aburridos, escasos de ideas y sin otra cosa mejor que hacer, la
tomábamos con el presidente y le dábamos caña sin ton ni son, hasta
quedar exhaustos. Arrearle al tonto era el deporte nacional y cuando no
se nos ocurría nada bueno para escribir íbamos a lo fácil, a fostiar al
simple, al manso, al indolente presidente. Reíros, reíros, que quien ríe
el último ríe mejor, debía pensar MR en su interior.
Fiel a su ritmo de trote cansino y a su
estilo pasota, nunca se puso nervioso, capeó el torrente de críticas que
le llovían en su propio partido y aguantó mofas y befas de la oposición
como un santo varón, aferrándose a aquello de que quien resiste gana,
como dijo su paisano Cela. Tuvo que apretar los dientes, tuvo que
apretar el culamen, tuvo que apretar hasta desgastarla la estampita de
Fraga y de la Virgen de Mondoñedo, a quien encomendó su suerte, pero al
final, tras años de desgaste y procelosas mareas podemitas, salió
vencedor contra todo pronóstico. Hoy ha llegado su hora, el día de la
verdad, el momento del zasca en toda la boca a la izquierda, la moderada
y la extrema, que se había construido el castillo en el aire de que
España amanecería roja el 27J. Hemos linchado tanto a Mariano que el
ciudadano medio ha terminado espantado y creyendo que los periodistas
éramos todos unos salvajes radicales, unos buitres carroñeros sin
ninguna humanidad ni compasión con el pobre simple. Y así, de tanto
darle al vejete, de tanto atizarle al abuelo, el golpe se ha vuelto
contra nosotros mismos. Rajoy ha jugado a víctima maltratada y la
maniobra le ha salido redonda. Nuestro gran error fue tomarlo por
idiota, cuando no hay un solo gallego tonto, como me dice mi buen amigo
Paco Cisterna, que sigue escribiendo con esa prosa ateniense y dorada
dos pisos más arriba de esta columna.
Cuánto nos hemos reído con el running
geriátrico, ortopédico y mañanero del presidente del Gobierno; cuántos
pechos se habrán partido de la risa con el tic de su ojo izquierdo, que
se le desmandaba e iba por libre cada vez que soltaba una mentira;
cuántos buenos ratitos hemos pasado viendo cómo Mariano se hacía el
sueco con la Merkel o incurría en el ridículo más espantoso con Obama o
no se enteraba de nada cuando le hablaban en inglés en las altas cumbres
europeas. Nos lo hemos pasado en grande, lo hemos gozado a tope con las
ocurrencias descacharrantes del presidente, sin darnos cuenta de que
estábamos cayendo en la trampa. Ahora cabe preguntarse: ¿quién ha sido
en realidad el tonto de esta comedia de enredo en que se ha convertido
la política española? ¿Rajoy con sus despistes para despistar, sus
dislates calculados y sus cosas de bombero torero o esa izquierda
confiada y prepotente que había vendido la piel del oso gallego antes de
cazarlo y que ya se daba por ganadora en una nueva campaña de
ensoñación quimérica y metafísica?
Hoy, cuando aún retumban los ecos de la
victoria en el balcón de los piratas genoveses, cuando aún resuenan los
coros ganadores y el manido yo soy español, español, español, cuando los
sobacos húmedos de tantos imputados aún siguen supurando el champán de
la dulce victoria, todavía hay quien insiste, erróneamente, en que
Mariano Rajoy es una especie de tonto a las tres que no se entera de
nada. No han aprendido de la derrota. Mariano Rajoy es un genio de la
política que nos la ha metido doblada sin que nos demos ni siquiera
cuenta. A Mariano Rajoy hay que dejarlo en paz, a su aire, con su Marca y
su puro, porque es un superviviente nato en la jungla de la política,
un Rambo de la vida pública que cuanto más le atizas más elecciones
gana. A estas alturas seguro que ya está pensando en la tercera vuelta.
Ahora que le ha cogido el gustillo a ganar ya no hay quien lo pare, ni
siquiera Ciudadanos. A Mariano que lo dejen tranquilo, que el presidente
es como un gremlin que cuanto más le mojan la oreja más se crece. Cuanto peor lo hace más elecciones gana. Lo
toman por tonto pero aquí el más tonto hace relojes (sobre todo suizos).
Menos mal que el chico era corto. Si llega a ser listo saca la mayoría
absoluta.
Viñeta: El Koko Parrilla
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