(Publicado en Revista Gurb el 1 de octubre de 2016 y en Diario16)
El PSOE, o quizá habría que decir ya los
pesoes, porque no solo hay uno, sino muchos, ha decidido suicidarse en
la plaza pública en un caso inédito en la historia de España. Una buena
mañana, 17 magnicidas que se hacen llamar críticos se levantan con ganas
de marcha, esperan a Pedro César a la salida del Senado y lo acuchillan
vilmente, sin compasión, con un odio y una furia revanchista que no
hubieran mostrado contra su peor enemigo, ni siquiera contra Mariano
Rajoy. Ha sido, además de una cosa de locos, además de una chaladura
propia de una noche de resacón con tintorro malo, un golpe de Estado en
toda regla, un tejerazo inútil, solo que en este caso no era Tejero el
artífice sino un mando mucho más chusquero que el famoso picoleto de
tricornio y bigote, Felipe González, al que todos daban por muerto y no
estaba muerto, estaba de parranda, de yates y de puertas giratorias.
Al alba, con fuerte viento de Levante,
Felipe dio el pistoletazo de salida a la asonada y le dijo a Pepa Bueno
que se sentía engañado por Pedro Sánchez. Era la señal. Fue abrir la
boca el Copito de Nieve del socialismo español, el padrino de la cosa, y
los matones enfurecidos se echaron a la calle, en dirección a Ferraz,
con espumarajos en la boca, odio en las venas y pistolas en la
sobaquera, como en las peores películas de Tarantino. En este golpe, que
como todo golpe tiene a idiotas que dan la cara y a cerebros listillos
que instigan pero quedan en la sombra detrás de las cortinas, están
implicados, ya lo hemos dicho muchas veces, los felipistas rancios de
toda la vida, o sea los conservadores del PSOE, más los barones de las
taifas, el ala neoliberal, los nostálgicos de Boyeres y Solchagas, el
nuevo susanismo de subsidios y paletos, la socialdemocracia de
pandereta, los ricos con carné de rojo, los falangistas travestidos de
hombres de izquierda y los beatos de misa de doce. Esa casta a la que,
con toda la razón del mundo, aunque a veces algo sobreactuado, se viene
refiriendo Pablo Iglesias en sus platós, discursos y mítines. Esa gente
que ha estado viviendo a la sombra del aparato, entre apolillados
estatutos, burocracias estériles, comisiones de garantía, altos cargos
paniaguados, sirvientes, pelotas, órganos de nosequé, lenguaje leguleyo y
congresos ordinarios llenos de políticos poco extraordinarios. Un
montón de tecnócratas con traje y corbata, al fin y al cabo, que durante
tantos años han ido dirigiendo al partido hacia la más completa de las
ruinas, mientras daban la espalda a la verdad bíblica del socialismo:
los principios e ideales, la calle, la gente, los votantes, el pueblo en
definitiva.
El colmo del chapucero tejerazo, el
esperpento supino que ha dejado a toda España perpleja y sin aliento, ha
sido ver cómo Verónica Pérez, una señora bajita y regordeta a la que
nadie conocía hasta ese momento (y a los que algunos identifican como la
chica de los cafés de la Sultana Díaz) usurpaba el partido al grito de "la única autoridad que existe en el PSOE soy yo, les guste o no".
Fueron sus cinco minutos de gloria mediocre a costa de enterrar más de
un siglo de historia, más de un siglo de lucha por los derechos de la
clase obrera, de sangre, sudor, nobleza y utopías. Y llegados a este
punto la pregunta es: ¿pero por qué? ¿Era necesario volarlo todo por los
aires tras una noche loca de calenturas, aquelarres y borracheras
políticas? ¿Por qué se suicida un partido después de siglo y medio de
historia? Quizá por lo mismo que se suicida cualquier persona: por
ambición frustrada, por celos, por despechos, por desamores y por
delirios desesperados. "Cada suicidio es un sublime poema de
melancolía", decía Balzac. Y de eso está muriendo el PSOE, de
melancolías tristes, de melancolías pasadas y engañosas. Desde que
Felipe, dios creador y dios destructor, levantó ese gran leviatán que se
llama PSOE, todo han sido familias y batallas intestinas: marxistas
contra socialdemócratas, guerristas contra renovadores, almunistas
contra borrellistas, centralistas contra periféricos, catalanistas
contra españolistas y en ese plan.
Pedro Sánchez no es culpable de nada
porque el pecado original está en los genes fundacionales del PSOE: la
traición a los valores de la izquierda por puro pragmatismo, por negocio
y porque un señor sevillí con un piquito de oro (que no se oxida con la
vejez) antepuso su futuro en el Ibex 35 al futuro de España. La
reconversión industrial del felipismo, con hostias de por medio entre
obreros y policías en astilleros y altos hornos, vino acompañada de otra
reconversión mucho más dura: la de las ideas. Y de aquellos polvos
estos lodos. No es que el PSOE se haya desconectado de la sociedad, como
dicen algunos lamentándose, es que hace mucho tiempo que no hay ni
cable, ni enchufe, ni corriente posible. En este PSOE para ricos no
caben los parados de larga duración, ni los chabolistas, ni los
jubilatas, ni los desahuciados de sus casas, ni los estafados de Blesa y
Rato. Toda esa gente indignada ha tenido que salir por piernas de la
casa del pueblo, que soltaba un claro hedor a estafa y mentira, para
buscarse la vida en otro partido. Por eso surge Podemos, que está lleno
de "hijos abandonados del PSOE", como muy bien ha dicho el señor
Borrell. No, Pedro Sánchez no es culpable de los males históricos del
PSOE. En esta misma columna le hemos atizado de lo lindo al secretario
general porque siempre lo hemos visto como a un bonito maniquí de Corte
Inglés con mucha percha y poco Marx. No es precisamente un rojo
peligroso, ni un bolivariano podemita, como quieren hacerlo ver sus
críticos golpistas. El hombre habrá cometido sus errores, como todo el
mundo, pactar con Ciudadanos, huir de la izquierda real, decir sí cuando
quería decir no y viceversa, jugar a la ambigüedad calculada, ganar
tiempo, y dejarse amedrentar por los barones en la negociación con
Podemos. Pero al final ha hecho lo que tenía que hacer por coherencia y
principios políticos, ha hecho lo que pide a gritos la militancia, las
bases, la gente: no abstenerse a la investidura de Rajoy, evitando que
pueda seguir gobernando la camarilla corrupta; decir no a los clanes
gurtelianos y púnicos que pudren el país hasta el tuétano; explicarle a
don Mariano, principal resposansable de la parálisis del país por no
haber dimitido por higiene democrática, que no significa no. Va a morir
con las botas puestas, como los grandes, y eso es lo mejor que puede
decir un político honrado. Pues muy bien por usted, señor Sánchez, solo
por eso se ha ganado nuestros respetos. Y el de las gentes de izquierda.
Ahora, marchita la rosa fresca, solo nos queda sentarnos y contemplar
la horripilante función, la deflagración total del partido, la riña
tumultuaria y el espectáculo tabernario. Cien años ha necesitado el PSOE
para cimentarse y un solo día para desguazarse. Y ni siquiera han
sabido hacerlo con elegancia. Malditos golpistas.
Ilustración: Igepzio