(Publicado en Newsweek en Español el 21 de octubre de 2016)
Total, que a Dylan le dan el Nobel y el
dios de la contracultura jipi declina, da la espantada como Rajoy y sale
corriendo like a rolling stone, sin que nadie sepa a estas horas por
dónde anda el maestro. Los organizadores, que han desistido de
localizarlo tras muchos telefonazos, dicen que ya llamará cuando quiera.
Pero para mí que no llama. Estará perdido por ahí, cantando en alguna
furgona repintada con flores de colores, recorriendo el desierto de
Sonora y dándole al canuto. Bien por el tío Bob. Los grandes hombres son
así y Dylan siempre ha sido un grande.
Aquel que se permite pasar de un Nobel
es que ya es inmortal y está por encima del bien y del mal. El hombre
que se hace el sueco ante la llamada de unos suecos es que es ya un
espíritu libre, puro, un mito que ha entrado en la historia, con o sin
Nobel bajo el brazo, y que se permite el lujo de hacerle la peineta al
establishment de las letras. Un icono universal que va para carrozón
octogenario ya no está para tonterías ni galas hipócritas en teatros
dorados repletos de vejetes con esmoquin y señoras orondas forradas en
abrigos de piel de foca. Vivimos tiempos cínicos en los que se confunde
literatura con éxito, arte con dinero, cultura con mercado. Todo es
menos, ya lo dijo Juan Ramón. Dylan se ha pasado media vida componiendo
versos callejeros, denunciando las miserias del mundo y ejerciendo la
necesaria y urgente protesta. Su trabajo ya está hecho, y muy bien
hecho, diríamos, no necesita un trozo de papel enmarcado en pan de oro y
otro fajo de billetes, entre otras cosas porque dinero no le hace
falta. De ahí que Dylan sea coherente hasta el final y pase de unos
abueletes millonarios, aburridos y ociosos que quieren parecer muy chics
(y de paso hacer negocio editorial) dándole el Nobel a un neojipi
greñudo y curtido por el güisqui que no se ducha.
Un premio, lejos de engrandecer,
desgasta la pátina de honradez y autenticidad que debe tener todo
escritor. Lo adocena, lo amansa y lo integra en el sistema, que es donde
nunca debe caer un artista. Un premio inocula un chute de vanidad que
puede dejar ciego al que lo recibe y para ciegos vanidosos ya tenemos a
Borges. El cheque es otra cosa. El cheque vital da de comer y no está la
vida para decir “no es no” a un plato de lentejas, que hacerse un
Sánchez en estos tiempos que corren puede resultar muy peligroso. Por
eso cuando a uno le dan un premio, aunque no sea el Nobel, pierde el
traserillo por ir a recogerlo. Un par de meses más comiendo de caliente y
a seguir tirando. Uno es que no es Bob Dylan ni sabe tocar la guitarra,
oiga. No vamos a entrar aquí en si el roquero estadounidense merece el
galardón o no, ni en los chistes malos que se han hecho estos días en la
redes sociales pidiendo que le den el Nobel a Bisbal, Bustamante o
Chenoa, como si fuera lo mismo un tipo que cambió el mundo a golpe de
buena poesía que una criatura con ricitos haciendo piruetas, un guaperas
que va de Tom Cruise hispánico o una vampi triunfita. Quienes se
escandalizan de la decisión tomada por la Academia sueca alegan que
nunca antes se había dado el premio a un músico, de ahí la blasfemia
literaria. Pues ya tocaba. ¿Acaso no fue John Lennon el mejor entre
todos los poetas? Además, los detractores de Dylan pierden de vista que
el rock fue la expresión poética por excelencia del siglo XX, como el
endecasílabo lo fue del Renacimiento y el rap lo está siendo del siglo
XXI. La historia del Arte es la historia de una revolución, de una
ruptura constante.
Los cantautores como Dylan han hecho de
su guitarra comprometida y de su eco callejero y desgarrado un nuevo
género literario y ojalá algún día le dieran el Nobel a Serrat, que es
nuestro Dylan mediterráneo, o a Aute, que es nuestro Lou Reed castizo, y
que estos días transita por las tinieblas hospitalarias del coma, un
abrazo maestro. Aquí parece más meritorio y esnob darle el Nobel a un
escritor serbo-bosnio desconocido que a un señor que lo estamos viendo
todos los días en la tele, aunque se haya ganado la vitola de artista
rebelde, comprometido y social. Un poeta del pentagrama que ha hecho
soñar a varias generaciones con sus versos metafísicos sobre el amor y
el desamor, la justicia y la injusticia, la riqueza y la pobreza, la
guerra y la paz. El profeta que nos prometió el amor libre, la utopía
que nunca llegó, la mujer emancipada, la dieta vegetariana, la paz en la
tierra y el cielo de diamantes del LSD. Casi nada. Quienes menosprecian
a Dylan solo por ser músico y por haber propalado la cultura llana, la
cultura popular, practican una suerte de elitismo aristocrático y
absurdo, que es lo que fue la literatura en tiempos felizmente
superados. Dylan es un bardo del arte y la democracia, un juglar de la
calle, un revolucionario de las letras y las melodías que paró Vietnam
con su metralleta de cuerdas y sus santos bemoles. Tiene tanto derecho
como cualquier otro a llevarse el diploma frío e inútil a su casa y
colgarlo del retrete. A estas horas no sabemos si el tío Bob irá o no a
recoger el Nobel. Tanto si va como si no va nada diremos en contra del
judío genial con sombrero tejano. Se ha ganado el derecho a hacer lo que
le plazca. Y el año que viene que se lo den a Springsteen. Otro obrero
de la pluma.
Viñeta: Igepzio
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