(Publicado en Revista Gurb el 2 de octubre de 2016)
Pedro Sánchez ya es historia del PSOE.
Los últimos días que se han vivido en la sede de Ferraz quedarán como
los más vergonzantes y bochornosos de un partido centenario cimentado en
nobles principios como la democracia y la lucha por la justicia social.
Tras el golpe dado por los 17 críticos y la dimisión forzada del
secretario general, el partido sale roto, con heridas que probablemente
tardarán años en cerrarse, si es que finalmente se cierran, por mucho
que Susana Díaz quiera coser ahora, deprisa y corriendo, lo que ella
misma ha descosido. La guerra fratricida entre compañeros de partido ha
sido demasiado sangrienta y cruel como para que el PSOE vuelva a
recuperar la unidad a corto o medio plazo. Lo primero que cabe decir es
que nadie ha ganado esta batalla, sino que todos la han perdido. Bueno,
no todos: con la caída de Sánchez cae la última esperanza que quedaba de
un Gobierno de izquierdas, lo que sin duda habrá sido motivo de gran
alegría para Mariano Rajoy. Quizá Podemos se beneficie con el trasvase
de unos cuantos miles de votantes socialistas que atónitos y
desencantados ante la cruenta refriega que se ha vivido en el partido en
los últimos días decidirán probar suerte en el partido de Pablo
Iglesias. Pero probablemente esa subida de la formación morada no será
suficiente para desbancar a la derecha del poder.
Tras la dimisión de Sánchez, una gestora
se hará cargo del partido, curiosamente una gestora similar a la que
dirige el PP de Valencia desarbolado por los casos de corrupción. Los
críticos, inspirados por Felipe González (que dio la orden de salida a
la conspiración) y secundados por algunos barones, encabezados por
Susana Díaz y Ximo Puig, deberán plantearse a partir de ahora si su
histérico y descerebrado comportamiento de los últimos días merecía la
pena. La cabeza de Sánchez ha costado un precio demasiado elevado: el
partido demolido y reducido a la ruina más espantosa, el odio enquistado
entre hermanos y familias socialistas, la salida más lógica y digna que
le quedaba al partido (la de intentar un Gobierno de izquierdas que
superara los años de corrupción, ignominia y recortes del PP) enterrada
para siempre. Si lo que querían los díscolos era quitarse de en medio a
Sánchez bastaba con que le hubieran presentado una lista alternativa en
un Congreso extraordinario e intentar ganarle en buena lid. Hacerlo de
manera sosegada, pacífica, civilizada. Pero, lejos de optar por la
solución democrática establecida en los estatutos y procedimientos del
partido, optaron por la vía cruenta, por dar rienda suelta a los más
bajos instintos, por darle matarile, con escarnio y humillación pública,
a su secretario general, valiéndose de las peores artes del matonismo
callejero. La encerrona no solo tiene que ver con los malos resultados
cosechados por el líder socialista en las dos últimas elecciones
generales y en los comicios vascos y gallegos, sino que tiene que ver
también con las venganzas personales, con las luchas internas de poder y
sobre todo con la imposición de una forma de entender el PSOE basada en
postulados conservadores en lo social y en lo económico, directrices
muy alejadas de lo que fueron los orígenes del PSOE fundado en 1879 por
Pablo Iglesias. Los barones hacía años que estaban deseando esto: dar un
golpe de timón y cortarle el paso a cualquier socialista que como
Sánchez tuviera juveniles pretensiones de iniciar una vuelta a los
postulados de izquierdas, refundando el partido y superando el felipismo
pragmático instaurado en Suresnes que terminó en la devaluación del
socialismo, en la economía neoliberal más propia de la derecha, en Luis
Roldán, Mariano Rubio, los fondos reservados y los GAL.
Con la liquidación de Sánchez han ganado
los burócratas del partido, el ala conservadora, los tecnócratas, el
poder del aparato, los instalados, los barones, los socialistas de
sueldos imperiales colocados en el Ibex 35, el felipismo más rancio y
trasnochado que debería estar ya felizmente superado. Lo de Felipe
González merece un capítulo aparte en toda esta truculenta historia.
Queda demostrado que la sombra de un presidente que hace años abandonó
la senda del socialismo real, dedicándose a sus negocios, a sus amigos
millonarios y a sus yates de lujo, sigue pesando demasiado en el
partido. Tanto que es como ese espectro del padre severo que, una vez
fallecido, sigue aterrorizando a los inquilinos de la casa. La
demostración palpable de que lo que le convenía a la derecha española
era la dimisión de Sánchez y su sustitución por una gestora sumisa (que
sin duda permitirá con su abstención la investidura del presidente más
infame de nuestra democracia, como es Mariano Rajoy) es que anoche, en
el plató de la Sexta, los periodistas Francisco Marhuenda y Eduardo Inda
se felicitaban y hacían bromas con el final trágico de Pedro Sánchez.
Sin duda, ayer fue una jornada triunfal en Génova y no nos extrañaría
nada que en el despacho de Rajoy se hubiera brindado con champán. Con la
crisis abierta por los críticos susanistas, no solo hemos dejado de
hablar del juicio por las tarjetas black y todos los demás procesos que
se avecinan contra el Gobierno, sino que ahora el PP parece ser la única
salida seria a los problemas de España.
"El PSOE está roto", dijo a última hora
de la tarde de ayer José Antonio Pérez Tapias, un socialista de los de
siempre que no solo quiere recuperar la dignidad dañada del PSOE, sino
los valores tradicionales de la izquierda. Mientras tanto, a las puertas
de Ferraz se congregaban unas decenas de militantes que al grito de "fascistas", "no es no" (en alusión a la férrea oposición que Sánchez le
ha hecho a Rajoy) y "Susana felipista" mostraban su indignación, por
momentos de una forma exagerada, contra los críticos que han
protagonizado la usurpación del poder por la fuerza. Lo que le queda
ahora al PSOE, pese a lo que digan los discursos de cara a la galería de
los corifeos de Susana Díaz apelando a la unidad, parece más que
evidente: un puño duro y fuerte y una rosa cada vez más disminuida, una
dura travesía en el desierto, las consiguientes purgas internas que se
avecinan, un nuevo descalabro electoral al estilo de los partidos
socialdemócratas de otros países europeos, la desconexión entre los
cuadros dirigentes y buena parte de las bases, que ya no se fían de nada
ni de nadie, y una más que probable victoria electoral del PP que,
ahora sí, podrá seguir en el poder durante otros veinte años más.
Ilustración: Artsenal
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