(Publicado en Revista Gurb el 6 de octubre de 2016)
Aquella mañana, Felipe González se
despertó en la suite del yate, a mil kilómetros de distancia de España,
oliendo el rastro de la sangre como la huele un tiburón. El cuerpo le
pedía marcha, acción, morder cacho. Encendió uno de esos puros carísimos
que le había regalado su buen amigo Slim, ojeó el periódico para ver
cómo iban las acciones de Gas Natural, respiró hondo admirando el
horizonte azul y las gaviotas peperas que volaban acechantes, y pensó en
todo lo que había conseguido en la vida. Los años bravos en el despacho
laboralista, la clandestinidad, las hostias con los de la Social, los
camaradas coreando Isidoro, Isidoro, el grandioso Congreso de Suresnes,
los diez millones de engañados, el poder y la gloria. Felipe se sintió
orgulloso de su obra: el triste entierro de Marx, el giro oportuno a la
derecha, el abrazo del pragmatismo en plan escuela americana. Vale,
había tenido que dejarse unos cuantos cadáveres por el camino (más los
fantasmas de la cal viva) un puñado de ideales socialistas y ochocientos
mil puestos de trabajo que se esfumaron de súbito.
Tampoco quiso darle muchas vueltas a las
reformas laborales que habían dejado en cueros al proletariado para
darle gustito a la patronal: eso había sido cosa de sus chicos
traviesos, Boyer y Solchaga, no iba a responsabilizarse él de todos los
males de la humanidad. Un dios no es culpable de nada. Además, ¿qué
importaba ya eso? Ahora estaba en la cima del mundo, como James Cagney
en Al Rojo Vivo, codeándose con los del Ibex 35, con las elites
de Harvard, con la jet. Hasta le llamaban de cuando en cuando para que
hiciera el paripé como abogado defensor de los heroicos opositores
venezolanos. Había dejado de ser un simple presidente de un simple
partido en un simple país que a nadie le importaba. Era verdad que había
sido un césar, un caudillo, el Franco de la izquierda. Pero ahora tenía
poder, auténtico poder. Poder del bueno, pata negra de poder. Y eso le
ponía cachondo. Ya no tenía que achantar ni doblegarse ante los padrinos
de la Familia Santander, ni ante los generales golpistas, ni ante los
plumillas de El Mundo, mayormente Pedro Jota, ese canalla periodístico
que estaba todo el rato sacándole los filesas, la roldanesca, los gales y
los fondos reservados. No. Ahora sí se podía decir que era el auténtico
jefe, el puto amo. Con la imagen de estadista un poco por los suelos,
un tanto ajada por las mentiras y un tanto mustia y chuchurría, pero
poderoso de inversiones, fuerte de capitales riesgo, de acciones y de
fortunas, que al final es lo que cuenta. No se puede tener dignidad y
dinero al mismo tiempo; no se puede ser asquerosamente rico y tener
ideología. Ya no era aquel Felipe de los principios, pero sí el Felipe
de los finales: el yate y el jet privado. Todo de su colega Slim, todo
prestado, nada suyo, pero como si lo seriese. El mejicano más rico del
mundo le dejaba el barco los findes para darse unos garbeos por el
Caribe, que últimamente andaba muy revuelto con tanta marejada de
papeles panameños. El jet le iba de perlas cuando tenía que soltar una
charla rápida sobre el futuro de la socialdemocracia en Madrid, London
City o en la UGT de Asturias, donde aún le quedaba algún que otro amigo.
Mucho mejor el jet privado de Slim que esa chatarra de Boeing del
ejército español que le ponían cuando era presidente y que siempre
andaba averiado. O el Mystère con el que el bueno y utópico de Alfonso
se saltaba los semáforos de la M30. Cutreríos de obreros, como diría la
Rita.
Él ya estaba en otro rollo, en otro
nivel. Le ponía eso de llevar una doble vida: camisa guayabera para las
fiestas tropicales en mansiones bananeras y americana con coderas de
intelectual de la izquierda venido a menos para las charlas y
conferencias en España. Ya no era como antes, cuando era capaz de dar el
pego a diez millones de votantes, pero muchos todavía tragaban,
mayormente los jornaleros de Susana, siempre fieles a la obra del padre
como los adeptos del Palmar de Troya lo son a su Papa hereje, que ahora
ha salido por piernas del Vaticano andaluz. Pobrecillos ingenuos.
Sin pensárselo más, cogió el teléfono,
llamó a Pepa Bueno y le dijo que estaba dispuesto a rajar de Pedro, ese
galán aficionado. Alguien como él, que había sido macho alfa y gitano
racial, un morenazo que se las había llevado de calle con sus morritos
carnosos, sus ojos zaínos y su piquito de oro, no podía tolerar que
hubiera otro gallo más guapo en el corral. Ya se lo había advertido a
Pedrito en muchas ocasiones: coquetear con el marxismo y con los
podemitas bolivarianos puede ser peligroso y costarte caro, muy caro.
Por consiguiente (qué gloriosa muletilla) así ha sido. No sería porque
no se lo había avisado la tira de veces: en esta vida hay que ser más
individualista que socialista. Tras soltar la bomba en la Ser, Felipe se
sentó tan tranquilo en la cubierta de babor, dio una calada al cohiba
bajo los charranes peperos que graznaban sobre su cabeza y pensó: a
tomar por culo el partido.
Viñeta: El Koko Parrilla
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