(Publicado en Diario16 el 27 de enero de 2021)
Entre los tradicionales poderes fácticos –cacique, militar y cura– se ha extendido la consigna de “tonto el último” a la hora de ponerse la vacuna. La lista de pícaros pillados in fraganti aumenta por días y ya no se trata de cuatro alcaldes aprovechados, sino de altos mandos del Ejército y hasta algunos obispos que temerosos de acabar en la UCI (el peor de los infiernos está en un hospital) se han pinchado la dosis milagrosa furtivamente y a escondidas. Un auténtico esperpento; un gravísimo escándalo nacional. Los poderosos de este país no están predicando con el ejemplo precisamente, pero con ser grave que un político o un alto mando de Defensa que apenas sale de su despacho se salte el protocolo sanitario y tire de influencia y privilegio para inmunizarse –quitándole la inyección a una anciana, a un médico o a una enfermera–, peor aún es que los miembros de la curia, esos que se pasan todo el día echándole sermones a la grey sobre la generosidad, el sacrificio por el otro y la caridad, se pongan los primeros en la lista de espera. Y, tal como era de esperar, el caciquismo sanitario está provocando desafección en el ciudadano y una crisis de valores sin precedentes en la sociedad.
La imagen que está dando cierto sector de la jerarquía católica es ciertamente grotesca y bien haría el papa Francisco en empezar a sancionar los comportamientos poco ejemplarizantes de todo aquel insolidario que no tiene ni la paciencia ni la templanza que exige el cargo para esperar su turno en la campaña de vacunación. La primera noticia sobre supuestos obispos avispados nos llegó hace unos días desde Andalucía, cuando se supo que Demetrio Fernández, obispo de Córdoba, había recibido ya la primera dosis. El argumento que se ha dado es que fue inmunizado en calidad de residente de la Casa Sacerdotal San Juan de Ávila, junto al resto de residentes dada su condición de grupo de riesgo por la edad. Y ahí quedó la cosa. Sin embargo, ayer mismo nos llegaba otra información similar, esta vez con el obispo de Mallorca, Sebastià Taltavull, como protagonista. También el prelado mallorquín ha entrado ya en el selecto grupo de los privilegiados que van a escapar de la pesadilla coronavírica merced a la vacuna, aunque en este caso ha tenido que pedir perdón por el “malestar que haya podido ocasionar”.
¿Qué ha sido de aquellos viejos santos y mártires que estaban dispuestos a irse a la tumba si con ello salvaban el cuerpo o el alma de un inocente? Por lo visto no es la moda de este año en la Conferencia Episcopal. Los tiempos cambian, las religiones también y se hacen más pragmáticas, laxas y relativistas. Lo cierto es que ayer las redes sociales hervían ante la conducta de algunos ministros de Dios que, siguiendo las enseñanzas de Jesús, deberían haberse quedado para el final en la campaña de vacunación por ética y por coherencia con el relato que van difundiendo pero que corrieron a vacunarse como si se acercara el final de los tiempos. “Fue un acto de bondad hacia los demás”, ha declarado el obispo de Mallorca tratando de justificar que él haya sido uno de los agraciados por la pedrea sanitaria. Todo son coartadas y vanas excusas que no cuadran con los fundamentos y dogmas del cristianismo y lo que queda es que para estos obispos oportunistas se puede ser cristiano pero no tonto, de modo que en medio de esta pandemia horrible de lo que se trata es de salvar el pellejo como sea, incluso a costa de quedar como un egoísta. A la nueva hornada de sacerdotes de ideas “modernas”, tal como se ha bautizado a una de las vacunas, no les vayas tú con el cuento de que para ser un buen cristiano hay que dejarse morir, crucificar o atravesar por las flechas como San Sebastián porque no tragan, te dicen eso de tururú e instauran como primer mandamiento y doctrina teológica el “sálvese quien pueda”.
Ernest Sábato creía que no se puede vivir sin héroes, santos ni mártires. Héroes quedan pocos y suelen ser anónimos; los santos ya solo están en las estampitas del Rastro que nadie compra; y en cuanto al martirio ha dejado de practicarse porque hace pupa y duele. Llegados a este punto cabría preguntarse cuántos obispos se han colado en la lista clínica. Una cosa es que se vacune a los párrocos y monjitas que están en primera línea de combate –peleando codo con codo con los enfermos del covid o batiéndose el cobre en las colas del hambre con los pobres desgraciados que han caído víctima de la brutal crisis económica que padecemos– y otra muy distinta es que la cúpula eclesiástica, que no ha pisado la calle desde que a Franco lo sacaron por última vez bajo palio, se beneficie del codiciado pinchazo.
Ha llegado la hora de los nobles y valientes de verdad; la hora de diferenciar a un político valoroso de un charlatán; la hora de los buenos soldados y de los religiosos coherentes con los Evangelios que difunden, que también los hay. Los prebostes católicos llevan dos mil años dándonos la brasa con que seamos desprendidos, solidarios y fraternales y a la hora de la verdad, cuando llega una peste medieval y toca pasar de la teoría a la práctica, predican un nuevo credo –a Dios rogando y con la aguja dando–, que nada tiene que ver con la idea original. Aquello de “los últimos serán los primeros” no se ha entendido bien, como la mayoría de las cosas que dejó dichas Jesucristo, y algunos obispazos han debido pensar que el aforismo les daba bula para torear los protocolos de Sanidad y sentarse en la cátedra del hospital inoculándose antes que nadie. Lo malo es que al saltarse la lista de espera o hacer uso de su poder para obtener un beneficio también se han saltado algunas enseñanzas del Maestro de Nazaret, todo aquello del sacrificio, el amor infinito y dar la vida por los demás. Tantos años de teología, concilios y seminarios para terminar en un chanchullo de curas ventajistas y pícaros. La carne es débil. Y por lo visto la fe en Dios cura menos que Pfizer.
Viñeta: Igepzio