domingo, 17 de enero de 2021

IÑAKI GABILONDO

(Publicado en Diario16 el 11 de enero de 2021)

Iñaki Gabilondo deja su columna matutina de análisis. El gran tótem del grupo Prisa se ha despedido esta mañana de sus oyentes alegando que está cansado, que no desea convertirse en ese plomizo escéptico que viene a aguarnos el día con sus sermones pesimistas sobre lo mal que va el país y que quiere dar un paso al lado para escuchar a la gente más joven, es decir, a las nuevas generaciones de periodistas que vienen de un mundo muy diferente al suyo. En otras palabras, a Gabilondo le sucede lo mismo que a tantos otros columnistas y cronistas veteranos que sobrevivieron al siglo XX y han tratado de adaptarse al cada vez más tecnologizado y enloquecido siglo XXI: por un lado que está harto de escribir siempre sobre las mismas sandeces de Pablo Casado (lógico) y por otro que ya no aguanta más la frívola banalidad en la que parece haberse instalado la prensa española de hoy, totalmente atrapada por el poder de las redes sociales y el clickbait, el titular amarillo o “ciberanzuelo” para captar lectores.  

No es una buena noticia para el periodismo español que Iñaki Gabilondo deje de darle a la tecla. Sus columnas de opinión, casi siempre atinadas y lúcidas, se habían convertido en un referente de aquel periodismo ilustrado, clásico, reflexivo y bien argumentado que cada vez se practica menos. Dotado sin duda de una fina ironía y de una capacidad innata para separar el polvo de la paja y sacarle el jugo a la noticia, Gabilondo es uno de los últimos exponentes que nos quedan de periodista-escritor, ese artesano de la noticia que cada vez abunda menos y que en medio del aluvión de especies invasoras −influencers, youtubers, opinadores de medio pelo, intrusos, impostores, haters, trols y tertulianos travestidos de periodistas− se encuentra en vías de extinción. Hoy por hoy se impone el ruido, el escándalo, la tralla, y las tribunas de los medios de comunicación se han convertido en baterías avanzadas de violentos cañones desde donde se lanzan las bombas incendiarias contra el partido rival o el periódico de la competencia. La verdad ha dejado de importar; el factor personal ha terminado por enterrar a la objetividad; y el narcisismo egotista lo impregna todo. El mundo de la prensa es una infinita trinchera y una gran ceremonia de la confusión. El tiempo periodístico, ese momento tan necesario para reflexionar los asuntos de la actualidad informativa y destilar la gota esencial, ha quedado diluido por el vértigo, las prisas y la redacción atropellada de la noticia para llegar antes que nadie a Facebook o a Twitter.

Los periódicos tradicionales −antes garantía y salvoconducto de que lo que allí quedaba escrito en negro sobre blanco perduraba para siempre como un contrato sagrado entre periodista y escritor−, han quedado reducidos a fósiles del pasado, un producto de lujo solo para minorías, mientras triunfan miles de marcianas páginas webs llenas de faltas de ortografía que brotan como setas y desaparecen al día siguiente. Es el desordenado, caótico y efímero periodismo de neón que tanto está contribuyendo a la desinformación de la sociedad, al éxito del negacionismo conspiranoico, a la crisis de los valores y las ideas y al ascenso de los nuevos fascismos marca Trump. Hoy la audiencia no pide información de qualité sino una buena arenga o un zasca al político de turno que avale su odio y le dé fuerzas para asaltar el Capitolio o el Congreso de los Diputados.

La democracia liberal siempre se sustentó sobre los pétreos pilares de papel de los periódicos hoy agonizantes, por eso la decadencia del Estado de derecho y el resurgir de los populismos autoritarios tiene tanto que ver con el crepúsculo de los rotativos tradicionales. Antaño el kiosco era el gran santuario de la noticia y había que peregrinar hasta él, cruzando la calle, para saber lo que ocurría en el mundo. El conocimiento de la realidad partía de un acto de voluntad soberana del lector de querer informarse, de querer explorar, de querer aprender. Hoy el espectador se ha convertido en un esófago pasivo que lo engulle todo, mientras la información se derrama a espuertas por doquier. Teléfonos móviles, ordenadores, tablets, plataformas digitales, es tal la avalancha tóxica de datos que nadie sabe distinguir un grueso bulo de una verdad elemental, de ahí que la opinión pública esté más desorientada y perdida que nunca. Los nuevos referentes de los medios de comunicación ya no provienen de las redacciones o las escuelas de periodismo sino del vertedero de las redes sociales, gurús creativos hechos a sí mismos cuyo mayor valor no es haber investigado un escándalo de corrupción sino haber cosechado un millón de likes en Instagram. La cantidad se impone a la calidad; lo superficial al análisis minucioso y científico de la información; el telegrama tuitero apresurado y burlón al texto elaborado, documentado, profesional. El periodista que no es gracioso lo tiene claro, ya puede hacer las maletas y dedicarse a otra cosa porque este circo pide artistas, bufones, escandalazo, acción.

No se trata de hacerlo bien sino de hacerlo el primero, remover a las masas orteguianas y “petarlo” en el club privado de Mark Zuckerberg, auténtico demiurgo o maestro de ceremonias que ha acabado con la civilización y con la democracia convencional. Esa es la gran tragedia del periodismo contemporáneo, que las noticias se elaboran conforme van sucediendo los hechos (a veces incluso van por delante de ellos), que se contrasta poco, que se edita mal y que se escribe peor. La pantalla del Smartphone, con todo su inmenso potencial para la búsqueda de conocimiento, se acaba convirtiendo en una trampa donde el ojo embarranca, las páginas se acumulan, la publicidad lo ralentiza todo y las cookies (esa plaga pestífera) se apoderan de nuestros datos personales. Ante ese panorama de zafia mediocridad no extraña que el maestro Gabilondo se sienta cansado, hastiado, y haya decidido retirarse al fin. Lo extraño es que haya aguantado tanto tiempo al pie del micrófono en medio de este gallinero y de esta batalla diaria del absurdo y la sinrazón.

Viñeta: Igepzio

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