(Publicado en Diario16 el 30 de diciembre de 2021)
La monarquía se ha convertido en una patata caliente para Pedro Sánchez. El presidente es plenamente consciente de que tiene que mover ficha para modernizar una institución que ha dado serias muestras de agotamiento, obsolescencia y caducidad. Está en juego no solo la regeneración de la Jefatura del Estado tras los últimos escándalos protagonizados por Juan Carlos I, sino la propia supervivencia del Gobierno, ya que Unidas Podemos, principal socio de coalición, exige medidas contundentes y no parece dispuesto a permitir más mantos de silencio, ni más tolerancias con la corrupción o falta de transparencia en Zarzuela. Pablo Iglesias se encuentra en plena campaña política para tratar de arrastrar a Sánchez a un referéndum entre monarquía o república que a fecha de hoy, en plena crisis política, económica e institucional, se antoja poco menos que ciencia ficción.
Sánchez cree que no es el momento de abrir el melón. Una consulta popular sobre la forma de Gobierno no podría llevarse a cabo sin dinamitar el PSOE hasta partirlo en dos, ya que una buena parte de los socialistas (entre ellos destacados barones y dirigentes del partido) no quieren ni oír hablar de un experimento de consecuencias imprevisibles. Con la extrema derecha en franca ofensiva por la unidad nacional, con Pablo Casado encastillado en posiciones mucho más que conservadoras y esencialistas y con el ruido de sables en los cuarteles retornando con fuerza (tal como demuestra ese inquietante chat de la Decimonovena Promoción del Aire y la carta de descontento enviada a Felipe VI por altos mandos militares) lo último que desea Sánchez es meterse en ese berenjenal o túnel sin luz al fondo que en el pasado no ha traído a los españoles más que nefastas consecuencias.
Cualquier cambio en la forma de gobierno debe contar con el consenso necesario y la mayoría suficiente de las principales fuerzas políticas, tal como ocurrió en la Transición, y toda iniciativa que trate de acometer un referéndum de manera unilateral o rupturista está abocada al fracaso, además de que podría resultar catastrófica, ya que generaría fuertes tensiones e inestabilidades en el ya debilitado edificio institucional español. El país no está para aventuras y nadie en su sano juicio puede ser tan ingenuo como para llegar a pensar que un “referéndum exprés” de una España contra la otra podría celebrarse pacíficamente, sin graves conflictos sociales y posibles enfrentamientos entre los sectores más radicales de las derechas y las izquierdas. La polarización es extrema, el odio entre españoles que parecía superado ha retornado con fuerza y la política se ha convertido en una constante guerra de trincheras. Nadie dialoga con nadie, todos quieren imponer sus propios dogmas de fe. El espíritu de consenso, pacto y acuerdo que alumbró la tortuosa travesía desde la dictadura hasta la democracia a finales de los 70 y principios de los 80 ha sido enterrado y es ya un fósil del pasado. Ese explosivo referéndum, celebrado con urgencia como pretende Pablo Iglesias, sería el detonante perfecto, el combustible explosivo que está buscando la extrema derecha para incendiar todo lo que se ha conseguido en cuarenta años de democracia. No parece que sea el momento más oportuno. Ningún país puede cambiar de una monarquía a una república de la noche a la mañana como quien cambia de chaqueta, y mucho menos España, un país cainita y temperamental que ha hecho de esta dialéctica una eterna cruzada. Tratar de convencer a la opinión pública de que se puede dar el salto mortal al vacío sin que nada ocurra no solo es un ejercicio pueril sino irresponsable. Estamos hablando de una cuestión trascendental (quizá la más sagrada de todas), un asunto que revuelve vísceras, toca fibra sensible y agita viejos fantasmas del pasado entre monárquicos y republicanos. Es evidente que no estamos en 1931 y que el país ha madurado política y culturalmente, pero la historia nos enseña que el carácter español es contumaz en la repetición de los viejos errores.
Es en ese convulso escenario de confrontación y barricada donde el presidente del Gobierno se ve obligado a dar un paso tan necesario como arriesgado en la reforma de la institución monárquica para poner fin a los desmanes como los protagonizados últimamente por el rey emérito. Sánchez no puede quedarse en el inmovilismo −dejando que todo siga como está y pretendiendo que nada ha ocurrido en Zarzuela−, porque eso sería escandaloso. Pero tampoco puede ir demasiado lejos en el espíritu modernizador para no añadir más tensiones al tablero político. Tanto los expertos en Derecho Constitucional como la mayoría de la clase política coinciden en la necesidad de reformar el estatus jurídico de la Casa Real española que garantiza la inviolabilidad del rey, un privilegio medieval que sitúa al jefe del Estado por encima de sus súbditos, como si se tratara de un dios intocable, y que reduce a papel mojado el derecho a la igualdad de todos los españoles ante la ley. Ahora bien, ¿cómo se le pone ese cascabel al gato? ¿Hay margen político para acometer una reforma constitucional que Pablo Casado ya ha rechazado de plano? ¿Sería preferible recurrir a una ley orgánica para intervenir quirúrgicamente al enfermo, en este caso la monarquía juancarlista aquejada de múltiples infecciones por supuesta corrupción?
Descartada la vía unilateral del referéndum –no hay mayorías ni consenso suficiente porque las derechas controlan casi la mitad del Parlamento y bloquearían cualquier acción en ese sentido– parece que el mejor parche para tapar la avería es impulsar una ley orgánica. Ayer mismo, Sánchez delegaba esa responsabilidad en Felipe VI al informar de que el monarca cuenta con una “hoja de ruta” para mejorar la “transparencia, ejemplaridad y rendición de cuentas de la monarquía”. Sin embargo, no aclaró si su Consejo de Ministros impulsará de oficio la futura Ley de la Corona. En todo caso, Zarzuela contaría con el apoyo del Ejecutivo para que la Jefatura del Estado se ponga al día como “una monarquía parlamentaria constitucional adecuada a la España del siglo XXI”. La declaración resulta tan ambigua como insuficiente, ya que no se puede dejar en manos de la Casa Real algo tan importante como es la regulación de su propio estatuto de obligaciones y derechos. Ir paso a paso, o “partido a partido”, tal como pretende Felipe VI en un ejercicio de “cholismo atlético”, no significa que la iniciativa reformista no pueda partir del Poder Ejecutivo previo paso por las Cortes. Es más, no solo puede, sino que debe seguirse ese trámite. Todo intento reformista de la Corona tiene que surgir del Parlamento, sede de la soberanía nacional, y a la Familia Real no le queda otra que someterse a lo que salga del Congreso y del Senado. Así es como funcionan las cosas en una democracia seria y avanzada donde el Poder Legislativo legisla sin tibiezas ni miedos reverenciales.
Pero llegados a este punto, cabe plantearse qué piensa hacer Pablo Casado al respecto. De Vox nada cabe esperar, más que intente torpedear cualquier iniciativa en su intento de que nada cambie para seguir protegiendo al rey, pero al principal líder de la oposición se le debe exigir altura de miras y sentido de Estado. El presidente del PP descarta una reforma constitucional aunque asegura que apoyará al Gobierno “para cualquier medida que refuerce la monarquía”, siempre dejando claro que el camino a seguir sería el de una ley orgánica. Por descontado, todo avance pasa por un gran acuerdo entre socialistas y populares que sin duda dejaría fuera a Unidas Podemos, principal socio de coalición, de tal manera que quedaría comprometido el futuro del Gobierno y volveríamos al punto de partida en este círculo vicioso que parece no tener fin. Que Casado se niegue a reformar la infame inviolabilidad del jefe del Estado es algo que no defiende ni el propio monarca. Y es que el líder del PP es más papista que el papa; o sea más monárquico que el propio rey.
Viñeta: Igepzio
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