Adiós a sus tuits estúpidos; adiós a sus propuestas estrafalarias y suicidas para acabar con el covid; adiós a la arrogancia con la que trataba en público a su mujer Melania; y sobre todo adiós a su supremacismo xenófobo y a sus payasadas de rico malcriado. Donald Trump ya no es el inquilino oficial de la Casa Blanca. Rezongando, resoplando por su exceso de peso, destilando la paranoia de que le han robado las elecciones, ha subido a un helicóptero y ha salido por la puerta de atrás de la historia, como un loser cualquiera. Bye bye, Don, tanta paz lleves como descanso dejas. Tras convertir su país en un inmenso psiquiátrico, el fatuo magnate neoyorquino ha rubricado la página más negra de la historia de Estados Unidos. Ahora sus defensores trumpistas, los del otro lado del Atlántico y los de aquí, tratarán de maquillar su gestión alabando su pretendido milagro económico, su gran cruzada comercial contra el comunismo chino y su firmeza contra Irán y Corea del Norte. No se crean las loas a mayor gloria del dictador saliente, nada de lo que puedan decir Vox y los demás acólitos europeos sobre él es cierto, entre otras cosas porque el trumpismo vive de la mentira, del bulo en la red social, de las noticias fakes más falsas que una moneda de dos caras. Trump pasará como el gran embaucador, el hombre de los 30.000 embustes en cuatro años, el tipo que aconsejó a su gente que bebiera detergente para curarse el coronavirus. Un charlatán de feria con poco estilo, un gracioso sin gracia, un vendedor de crecepelos que ha puesto el mundo patas arriba con su estudiada retórica de la mentira.
Pero lo peor de todo no es el triste balance de su gestión tras cuatro años de tontunas y estropicios, sino el terrorífico legado político que deja tras de sí: un país como USA, la democracia más antigua del mundo, dividido, enfrentado y al borde de la contienda civil; cientos de grupos ultraderechistas armados hasta los dientes que él mismo ha alimentado con sus arengas violentas; y el esperpento y la vergüenza de un chusco golpe de Estado propio de un república bananera, porque eso es lo que fue el asalto al Capitolio del otro día. Trump se va, pero el odio que ha engendrado se queda, y esa es la gran tragedia americana con la que tendrán que convivir a partir de ahora millones de ciudadanos estadounidenses. Si mañana un loco trumpista sale a pegar tiros en Manhattan se lo deberemos al expresidente; si pasado mañana una pandilla del Ku Klux Klan cuelga a dos negros de un árbol será una parte más de la herencia; y si dentro de una semana un comando de mercenarios paramilitares de los Proud Boys entra a tiro limpio en la casa de un gobernador demócrata nos acordaremos del geniecillo gordo del tupé de oro salido de la lámpara maravillosa del delirio. Porque Trump es puro odio hecho carne, la prueba fehaciente y palpable de que un empacho de dinero derrite las neuronas a cualquiera.
Joe Biden, desde ayer oficialmente el presidente número 46 de los Estados Unidos de América, va a tener trabajo para coser todo lo que ha roto Trump. En su discurso de investidura ha hecho un llamamiento a la unidad, a celebrar que “la democracia ha prevalecido” tras el asalto al Capitolio y a resolver las diferencias de forma pacífica, no con “mentiras” ni “violencia”. Más de 81 millones de norteamericanos le han dado el voto en las pasadas elecciones del 3 de noviembre (una cifra récord) solo por una razón: echar al monstruo del poder. Si Biden les defrauda, si no cambia las cosas sustancialmente, el futuro puede ser aterrador. Vendrá otro nazi que hará bueno al que se va; la gente acabará votando cualquier cosa por rabia e indignación: a otro salvapatrias desalmado, a un mono, al fantoche ese con cuernos y pieles de bisonte que tomó los pasillos del sagrado templo de la democracia para imponer la ley de la selva. No hay más opción, ni alternativa, ni tiempo que perder: o Biden acierta o todo el planeta puede darse por jodido. Y no parece que el nuevo anciano presidente tenga la energía suficiente ni la capacidad política para acometer los desafíos de la primera potencia planetaria. Sin duda, el futuro tiene nombre de mujer: Kamala Harris. La mano derecha del nuevo presidente llega con revolucionarias propuestas: frenar el cambio climático desbocado tras cuatro años de ciego negacionismo trumpista; aliviar la desigualdad (más de 40 millones de norteamericanos viven en el umbral de la pobreza); y acabar con la maldita pandemia que ya ha matado a medio millón de personas (otro regalo de la estupidez trumpista, siempre indolente ante la tragedia humana).
Trump pasará por ser el presidente más bruto e ignorante que haya pisado la Casa Blanca en más de doscientos años de historia. Ronald Reagan a su lado es William Shakespeare; George Bush junior Albert Einstein. Nunca un paleto inculto llegó tan alto. El mayor éxito en la vida de un imbécil es que le rían las gracias. Ese es el currículum que nos deja Trump: una sardónica carcajada global que hiela el corazón de la gente de buena voluntad; una triste risotada mundial como colofón al gran espectáculo circense del clown y como preámbulo del final de todo, de la inteligencia, de la cultura, de la ciencia, del sentido común, de las nobles ideas que alumbró Platón y quizá, quién sabe, de la propia especie humana, hoy amenazada por el desvastador cambio climático y por múltiples pandemias de todo tipo. Finalmente los Trump de la vida, los Bolsonaro, Salvini, Orbán y otros fascistas más o menos disfrazados de demócratas, han conseguido lo que querían: imponer su diabólica y enloquecida ideología de odio en todo el mundo sin derramar una sola gota de sangre. Hitler mató a millones y no logró nada; este ha ganado la batalla con solo darle al botón nuclear, o sea la tecla de Twitter. Puede que hoy no sea un gran día para el mundo o sí, quién sabe. Quizá los osos polares, las ballenas y el necio sapiens aún tengan una segunda oportunidad antes de que la Tierra se vaya definitivamente al garete por culpa de gentuza como Donald John Trump.
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