(Publicado en Diario16 el 1 de septiembre de 2021)
Los duros de la UE han terminado por imponer sus tesis en la crisis de los refugiados afganos. No habrá reparto de cuotas obligatorias para acoger a los que huyen de la guerra y la única alternativa que los 27 proponen a la mayor catástrofe humanitaria de los últimos años –medio millón de personas esperan ser acogidas en el viejo continente tras su huida por la llegada al poder de los talibanes– consiste en que todos los desplazados se queden cerca de su región, en Pakistán, en Turquía, en cualquier lugar menos en la opulenta y rica Europa que no los quiere aquí.
De alguna manera, al final ha triunfado el discurso de Orbán, el pequeño hitlerito húngaro que durante la crisis de los refugiados sirios de 2015 se dirigió a millones de personas aterrorizadas por la sombra del genocidio y del Califato que planeaba sobre sus cabezas y les dijo con una sonrisa entre cínica y sardónica: “Por favor, no vengáis ¿Por qué tenéis que pasar de Turquía a Europa? Turquía es un país seguro. Quedaos allí. Venir es arriesgado. No podemos garantizar que seréis aceptados”. Aquella parrafada hipócrita y descarnada quedará como uno de los discursos más horripilantes que se han escuchado desde la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis hacían chistes con los judíos mientras encendían las cámaras de gas.
Obviamente, hoy la sombra de Auschwitz nos queda muy lejos, pero la decisión que acaban de tomar los prebostes de Bruselas y que consiste en cerrar fronteras, en barrer a los inmigrantes hasta la frontera y en recluirlos previo pago de un precio en las pocilgas turcas de Erdogan (llamar a aquellos sucios establos campos de refugiados es el peor de los sarcasmos), no dista demasiado de la segregación racial y el sistema de apartheid que imperó en Europa en aquellos oscuros tiempos del totalitarismo fascista.
En España, el político que sale ganador de este gran fracaso europeo no es otro que Santiago Abascal, que en las últimas horas ha dejado otra perla para la historia de la infamia, de la deshumanización de nuestra especie y de la negación de los derechos humanos. “Europa no tiene deber moral de acoger a todo Afganistán y toda África, porque eso nos conduce al suicidio en términos culturales y de seguridad”. Resulta imposible soltar más mentiras en tan pocas palabras. En primer lugar, el líder de Vox falsea la realidad cuando, en su más puro estilo trumpista, hiperboliza con frivolidad el problema de los refugiados. Obviamente, no se trata de acoger a todo el pueblo de Afganistán y a todos los pobres del continente africano. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que eso jamás ocurrirá. De lo que se trata aquí es de acoger por pura humanidad a un contingente de personas que huye de la guerra, apenas medio millón de desplazados que, comparados con la población total de la UE (que ronda los 500 millones de habitantes), supone un porcentaje insignificante. Un reparto de cuotas entre 27 países habría sido perfectamente asumible y habría servido para lanzar al mundo un mensaje de decencia, solidaridad y humanismo, que buena falta nos hace. Europa se habría colocado a la vanguardia en la defensa de los derechos humanos, ejerciendo el papel que le corresponde y fortaleciendo la democracia frente a las dos grandes dictaduras que hoy le disputan el poder hegemónico a Occidente: China y la Rusia populista de Putin.
Lamentablemente, no ha sido así y se ha perdido una oportunidad única al renunciar a los postulados de Angela Merkel, última estadista con empaque de esta Europa trémula y languideciente que se refugia en el medievalismo nacionalpopulista. La batalla política e ideológica entre los dos bloques antagónicos de la Unión Europa –los humanistas partidarios de dar asilo a los refugiados, tal como establecen los convenios internacionales, y los ultraderechistas que siguen creyendo en los viejos mitos como la pureza de la sangre del hombre blanco–, se ha decantado a favor de los supremacistas, que cada vez son más.
La segunda mentira que entraña la afirmación de Abascal (el vicario delegado en España de esta nueva religión neofascista que se abre paso en todo el mundo, no lo olvidemos) consiste en hacer creer a los españoles que acoger a un grupo de afganos amenazados de muerte por los talibanes “nos conduce al suicidio en términos culturales y de seguridad”. Solo un castrado intelectual, un acomplejado, un desconocedor de las leyes más elementales de la sociología y un cateto que no ha salido del pueblo puede llegar a pensar que un puñado de afganos asustados que huyen de la guerra pueden poner en peligro siglos de cultura europea. En todo caso sería exactamente al revés. Esta gente, de llegar a nuestro país, acabaría integrándose en nuestra cultura. Los hombres, salvo contadas excepciones, terminarían vistiendo con vaqueros o con traje y corbata; las mujeres se despojarían del odioso burka y podrían acceder a un trabajo digno; y los niños serían escolarizados para que pudieran aprender algo más que los rutinarios principios del Corán que se imparten en las madrasas fanatizadas de aquel Oriente atávico y teocrático.
La imagen de esa niña saltando y cantando de alegría tras bajar por la rampa de un Airbus del Ejército del Aire español y pisar el suelo de un país libre debería estremecernos a todos y hacer que nos sintiéramos orgullosos de la denodada tarea humanitaria que nuestras fuerzas de evacuación han llevado a cabo sobre el terreno en el polvorín del aeropuerto de Kabul. A esa pequeña niña difuminada en la inmensidad de la pista de aterrizaje de Torrejón, si se le da una oportunidad, quizá llegue a ser una gran científica que descubra una vacuna contra alguna grave enfermedad, como ha ocurrido estos días con los heroicos médicos turcos de Pfizer. El multiculturalismo y el mestizaje enriquecen una sociedad y si no que se lo pregunten a los norteamericanos, que se colocaron como primera potencia mundial gracias al conocimiento y al talento de miles de desplazados de todo el mundo que tras huir de los nazis en los años 30 y 40 del pasado siglo recalaron en EEUU. De ahí que la idea de Abascal de que una minoría étnica puede poner en peligro la monumental cultura europea sea tanto como creer que unas cuantas frágiles hormigas pueden destruir una montaña como el Everest.
Y luego está el tercer gran embuste que subyace a la afirmación del Caudillo de Bilbao. Los afganos no suponen ninguna amenaza para nuestra seguridad nacional. Todos esos hombres a los que hemos evitado una muerte segura en una cárcel talibán, todas esas mujeres que hemos rescatado de una cruel lapidación por feministas y todas esas niñas condenadas al más cruel analfabetismo por un absurdo fanatismo religioso, por un férreo patriarcado y por unas costumbres prehistóricas y salvajes estarán siempre agradecidos al país que los sacó del infierno para darles una oportunidad. Estemos seguros de que de ahí no saldrá un solo terrorista suicida. Si Abascal quiere encontrar yihadistas que los busque en los guetos germinados por un sistema capitalista injusto que él mismo defiende, en las alianzas diplomáticas por intereses geoestratégicos con países musulmanes radicalizados y en los traficantes que proveen de armas al Tercer Mundo, entre los cuales hay algunos buenos patriotas españoles.
Hoy, cuando el papa Francisco le ha sugerido a Carlos Herrera que la solución a la despoblación en países como Italia y la España vaciada pasa por acoger a personas inmigrantes dispuestas a resucitar pueblos abandonados, la decisión de la UE de dejar a su suerte al pueblo afgano supone una patada al derecho humanitario, la consagración de la neurosis populista como corriente política dominante y la traición a los valores fundamentales de aquella Europa solidaria, próspera y en paz que cierto día trazaron los Adenauer, Monnet, Churchill, Schuman, De Gasperi, Spaak, Hallstein y Spinelli. Los “padres fundadores” cuyo sueño europeo de respeto a los derechos humanos, integración de las minorías y democracia salta por los aires hoy mismo, cuando decidimos meter a los afganos en un vagón hacinado y herméticamente cerrado de la historia.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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