(Publicado en Diario16 el 2 de agosto de 2021)
La madre de Ray Zapata, el flamante medallista en gimnasia artística, tuvo que salir de República Dominicana, con sus tres hijos a cuestas, en busca de un futuro mejor. El deporte los ha salvado de un desahucio seguro. Ana Peleteiro tampoco lo tuvo fácil en la vida. “Mi sangre es africana y estoy orgullosa de ella”, llegó a decir en una entrevista. Son solo dos casos de atletas españoles que están triunfando en estos Juegos de Tokio. Deportistas con la piel tostada, mezclados, multiculturales, héroes olímpicos que están muy lejos del fenotipo de sangre pura que proclama la extrema derecha rampante.
Los países ricos llevan décadas cosechando triunfos gracias a la integración de los inmigrantes. Jesse Owens abrió el camino a los negros en los Juegos de Berlín 1936, donde con sus cuatro medallas de oro provocó la furia de Hitler. Uno de los grandes misterios de la historia es averiguar si el Führer le negó el saludo al huracán de Alabama por no ser blanco. El atleta siempre desmintió que hubiese existido tal desprecio, pero jamás salió a la luz esa supuesta fotografía en la que el monstruo nazi aparece estrechando la mano del gran mito de la velocidad. Se sabe, eso sí, que Albert Speer, ministro de Armamento del Tercer Reich, escribió que Hitler estaba muy molesto con la participación de Owens en las competiciones olímpicas porque “cualquiera que tuviese ancestros procedentes de la jungla era un salvaje; su constitución física era mucho más fuerte que la de los blancos y por ello deberían haber sido excluidos de los juegos”. Un tipo que piensa así solo vive para gasear a todo aquel que no sea ario de pura cepa.
Hoy los atletas negros baten todos los récords e imponen su supremacía biológica en la mayoría de las pruebas de atletismo. En las carreras de fondo no hay color, nunca mejor dicho. Los deportistas etíopes, keniatas y ugandeses de pómulos marcados y piernas duras y fibrosas como finos alambres llegan a la meta con una sonrisa fresca en la boca mientras los blancos atraviesan la línea final a rastras y echando espuma por la boca. Vencen con comodidad sencillamente porque son más resistentes, porque tienen más talento y porque en umbral y capacidad de sufrimiento superan con creces a los occidentales. La injusticia los ha golpeado con fuerza en la vida. Muchos corredores africanos son tan pobres que ni siquiera pueden comprarse unas zapatillas deportivas para entrenar en condiciones. Compiten para sobrevivir, para destacar en medio del hormiguero africano, para no terminar sucumbiendo en ciudades como montañas de basura y chabolas apelmazadas donde se hacinan millones de condenados al infierno del hambre, el sida y el coronavirus. Para los europeos el deporte es un entretenimiento, para ellos es la plena salvación. O como dijo Samuel Eto’o, corren como negros para vivir como blancos.
No hay más que echar un vistazo al medallero de Tokio para comprobar que el árbol genealógico de las grandes estirpes olímpicas hunde sus raíces en la madre África. Estados Unidos presume de negros cada cuatro años, aunque luego los acribillan a balazos en Misisipi y otros estados sureños controlados por el Ku Klux Klan. Francia, por su parte, conoció un exitoso despegue deportivo cuando integró a la inmigración en sus equipos (la laureada selección de fútbol compuesta básicamente por hijos de inmigrantes es el mejor ejemplo) y desde entonces el viejo lema revolucionario liberté, égalité, fraternité es algo más que un topicazo de la historia.
Obviamente, el triunfo apabullante de los atletas de color no solo tiene que ver con la defensa de la democracia y los derechos humanos. En los países avanzados se invierte diez veces más en becas para jóvenes promesas que en España, donde a menudo nuestras estrellas tienen que costearse de su propio bolsillo el material, los viajes y otros gastos necesarios. Aquí es normal que el piragüista se compre la piragua, el marinero la vela y el pertiguista la pértiga. El Estado español no pone ni las pelotas de ping-pong y ese es uno de nuestros grandes males y fracasos como sociedad porque detrás de cada exitosa carrera, detrás de cada medalla, no solo hay una bella filosofía política multicultural, sino dinero contante y sonante para hacerla realidad.
En este país hemos empezado tarde a integrar a los hijos de la inmigración en nuestros planes deportivos. Una vez más, vamos con décadas de retraso. Zapata y Peleteiro son solo los pioneros de una hermosa aventura que no tiene vuelta atrás por mucho que la extrema derecha trate de colocar el discurso de que los extranjeros solo traen miseria, paro, desórdenes públicos y conflictos sociales. Tal afirmación es la que alimenta el concepto de “batalla cultural”, un término estúpido que Vox repite machaconamente y hasta la saciedad. Nunca una idea fue tan perversamente falsa. El contacto entre culturas enriquece, el mestizaje mejora la especie. La combinación étnica nos hace grandes a todos. Es la forma de avanzar, de superar los prejuicios y fanatismos, de dejar atrás el odio y la guerra. Es precisamente el aislamiento, el miedo a no contaminar la sangre, la autarquía franquista a la que pretenden retornar algunos, la que no trae más que endogamia, atraso y decadencia. El mundo del futuro será diverso y mestizo o no será, y aquel país que se encierre en sí mismo está condenado irremediablemente a la enfermedad genética, al subdesarrollismo económico y al pudrimiento sanguíneo.
En cierta ocasión, cuando repostaba en una gasolinera, a Ana Peleteiro le gritaron eso de “negra de mierda, vete a tu país”. Aquel energúmeno no sabía que ella es tan española como cualquier otro, ya que nació en un pueblo coruñés. Su madre biológica es gallega, su padre africano, y de esa mezcla gloriosa ha nacido una estrella del deporte, por mucho que escueza entre los trogloditas del mundo ultra. “Cuando ven a un negro con un blanco está todo bien, pero si son dos negros es que van a robar”, se lamenta nuestra joven olímpica.
Jane Elliot, la educadora judía que se hizo mundialmente famosa por su método de enseñanza contra el racismo conocido como Ojos azules/ojos marrones, dice en una entrevista: “El racismo es producto de la ignorancia. No hay cinco razas hay una sola raza: la especie humana. Y no existen diferencias. Es absurdo sentirse superior solo por el pigmento de la piel. No hay ningún gen de la intolerancia. No se nace racista, se aprende a serlo. Odiamos porque nos enseñaron a odiar. Mi labor como educadora es enseñar a desaprender”. A más de uno le habrá dolido en lo más profundo de su alma patriótica que nuestros zapatas y peleteiros suban al podio, entre coronas de laureles y ramos de flores, para hacer grande el noble ideal de la igualdad racial. Una vez más, Owens ha derrotado a Hitler.
Viñeta: Becs
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