(Publicado en Diario16 el 28 de julio de 2021)
Simone Biles, gran símbolo de la lucha por los derechos de la mujer y los negros, deja los Juegos Olímpicos. Un problema de ansiedad ha podido con la mejor acróbata de todos los tiempos que estaba llamada a coronarse emperatriz de Tokio, desbancando en el trono de la sublimación atlética a aquella Nadia Comaneci que quedó en el recuerdo de varias generaciones. La Comaneci –que con solo catorce años consiguió el primer diez de la historia en los Juegos de Montreal–, era “una máquina de hacer gimnasia”, según cuentan sus entrenadores y quienes compitieron a su lado. Ese es el gran drama existencial de estas pequeñas niñas gráciles atrapadas en un monstruoso laberinto de potros, aros y barras metálicas paralelas: que las despojan del vicio del fallo (sin error no hay nada humano), que les arrebatan una cualidad esencial, que las convierten en seres programados para ganar. Las reducen a muñecas volátiles de feria, a androides infalibles, a la categoría de máquinas de carne y sudor.
En un momento dado, Simone Biles abandonó el escenario olímpico mientras Rusia y Estados Unidos se jugaban la final por equipos. La diminuta y fibrosa gimnasta de las piruetas imposibles no pudo resistir la tensión, hizo mutis por el foro y salió de la luz de los focos sin decirle nada a nadie. Estaba rota, hundida, abatida. ¿Qué le había ocurrido al bello colibrí negro de dulce sonrisa que siempre queda suspendido en el aire para pasmo de los espectadores? “Muchas veces siento de verdad como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Sí, ya sé, hago como si nada y hasta parece que la presión no me afecta, pero, narices, a veces es demasiado difícil”, confesó en su cuenta de Instagram.
Su primera actuación le había costado un punto al equipo y ella lo sabía. Un punto en gimnasia artística es un mundo. Un punto es la distancia que media entre el éxito y el fracaso. Hay niñas que están toda su vida depurando el estilo, obsesivamente, mecánicamente, sumisamente, para arañar ese miserable punto de oro. Nadie mejor que ella misma sabía que su fallo le había costado el título a su país. Y entonces, quizá, le asaltaron los peores miedos de los atletas de hoy. El pánico al despelleje en las redes sociales, el espanto al escarnio público, el terror al insulto gratuito y al acoso mediático por perdedora, fallona y torpe. “Iros a comer plátanos a África”, espetaron los haters de Twitter a los jóvenes negros de la selección inglesa que marraron los penaltis frente a Donnarumma en la final de la Eurocopa.
En el fragor de la competición, la impecable Biles, la pizpireta Biles, la pluscuamperfecta Biles, se vino abajo sin remedio por un ataque de ansiedad, le dijo a su entrenadora que no tomaría parte en las asimétricas y abandonó la competición. La tarima, un territorio que hasta ese momento la gimnasta de Columbus conocía como la palma de su mano, se había agrandado en apenas un instante hasta convertirse en un lugar de pánico escénico, en un infierno frío, en una inmensa e ignota extensión vacía y aterradora. La habían preparado para todo, pero se habían olvidado de lo más importante: enseñarla a digerir la derrota en el juego.
Por el mundo de hoy, hipercompetitivo y cruel con los vencidos, transitan miles, millones de Simone Biles. Chicas y chicos que se dejan la piel para alcanzar el falso podio que ofrecen las sociedades de consumo; muchachas y muchachos que renuncian a su infancia por el triunfo; mujeres y hombres que viven por y para alcanzar el oro ingrato. Y no se puede fallar. La gimnasia artística es especialmente cruel en esa batalla por estar en el pedestal. Las atletas llegan a perderse en un bucle de ejercicios repetitivos que ensayan, una y otra vez, durante más de ocho horas al día. Los tendones pueden romperse, los huesos quebrarse, los músculos doblarse hasta el paroxismo, pero no se les permite ser humanas, tienen prohibido dudar o titubear, solo la suma perfección las hará grandes. Y así un día y otro durante cuatro años, así una noche tras otra esperando el ansiado concurso olímpico. Media vida sin pensar en otra cosa que no sea el portentoso Yurchenko con doble mortal y tirabuzón que da la gloria.
Biles ha sido una de las pocas valientes que se han atrevido a salir de la burbuja diabólica en la que son recluidas, como niñas prodigio, para tomar partido por las causas justas de este mundo. Ella fue una de las que animó a denunciar los casos de discriminación racial, injusticia y abuso, como ese turbio episodio de las violaciones perpetradas por Larry Nassar, el depravado médico que sometía a las gimnastas norteamericanas a toda clase de vejaciones sexuales.
Ahora Biles se ha cansado de ser la acrobática marioneta sostenida por hilos y manos de otros, por directivos con puro y tirantes, por entrenadoras tiránicas, por un país ávido de chovinismo barato en forma de medallones de oro. “Tenemos que proteger nuestros cuerpos y nuestras mentes y no hacer siempre lo que el mundo quiere que hagamos”. Nunca antes se puso un epitafio deportivo tan bello y hermoso.
Ahora dicen que tiene un problema de salud mental. Falso. Lo que ha ocurrido en realidad es que la bala humana, la circense Biles, la potente palanca de ébano capaz de autopropulsarse en el espacio y en el tiempo a la velocidad de la nave espacial de Bezos, ha caído en la cuenta de la auténtica verdad de las cosas. No está loca ni desequilibrada como pretenden hacernos creer, sino todo lo contario. Simplemente ha llegado a la conclusión de que hay vida más allá del maillot rojo con brillantes y del escorzo imposible. Se ha cansado de ir a la guerra fría contra las hieráticas matrioskas rusas fabricadas en serie a mayor gloria de Putin. La Biles, nuestra gran Simone Biles, ha dicho basta ya a ser el pájaro en la jaula de oro, a vivir permanentemente en una caldera inhumana de miedo, negocio y presión constante. Y ahora sí, despojada de ataduras y explotaciones, vuela libre. Bravísima.
Viñeta: Alejandro Becares
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