EL CINE
El éxito rotundo que ha tenido la iniciativa "Fiesta del cine" demuestra que el séptimo arte, aunque en horas bajas, está aún muy lejos de su extinción total. La idea de bajar los precios (2,90 euros por peli) ha servido para arrastrar a medio millón de espectadores a las salas de cine, o lo que es lo mismo, cien mil entradas más vendidas y un 358 por ciento de incremento. Este dato espectacular debería hacer reflexionar a los brókers que manejan nuestra maltrecha industria cultural, a esos buhoneros de traje y corbata que solo piensan en forrarse con algo tan sagrado como es la cultura de un país. A menudo se habla de la crisis del cine, pero en realidad lo que está en crisis no es el cine, sino la industria, el modo de producción, el propio capitalismo, o sea. Al español le gusta ir al cine, siempre le gustó, solo que pagar casi diez euros por una película, se mire como se mire, resulta un timo, una estafa, una gallofa. Con esos diez euros come una familia española y puede que hasta dos (si se aprietan bien en la cocina), ahora que se ha sabido que España es el segundo país en pobreza infantil de la UE. "El mundo debería reírse más, pero después de haber comido", decía Cantinflas. Ningún filósofo coñazo lo hubiera expresado mejor. Necesitamos el cine tanto como el comer (estamos hechos de la materia de nuestros sueños, dijo Shakespeare) pero entre un plato de lentejas (piedras preciosas en tiempos de hambre) y un chute de celuloide feliz, la disyuntiva está bien clara. Anoche el personal tomó masivamente las salas, lo cual demuestra que en años de crisis, más que nunca, necesitamos de la evasión del cine, del engaño fugaz que nos proporciona el cine, y que estamos dispuestos a pagar un precio razonable por un rato de dulce mentira en el paraíso oscuro de la sala de proyecciones. Seguimos en medio del crack económico pero no dudamos en tirar las pocas perrillas que nos quedan en la barraca de feria del cine, que nos reporta ligero bálsamo ante tanto dolor. Como dijo aquel personaje de Los viajes de Sullivan qué mejor manera de aliviar las miserias del mundo que haciendo una buena comedia. Aquí hacemos Ocho apellidos vascos, una cinta agradable que sonsaca algunas sornisas, y eso ya es mucho, como dice el gran Boyero. Todos llevamos una película dentro desde la más tierna infancia (la mía es El hombre tranquilo) hasta tal punto que nuestra vida, al fin, se convierte en una película también. Somos el cine que hemos visto, somos drogodependientes del cine, y hasta la literatura es ya cine en palabras, haciendo buena la máxima de Flaubert de que escribir es mostrar. Vivimos rodeados de tragedias, la tragedia de los africanos atrapados en las telarañas de hierro de Occidente; la tragedia de la derecha tiránica que nos dirige (España quería derecha, pues toma derecha); la tragedia de un presidente del Gobierno tan pusilánime, tan insensible, tan sordo y ciego; la tragedia de unos maromos que han chuleado y filibusteado el dinero del pueblo; la tragedia del nacionalcatolicismo que arrecia (Rouco imponiendo su ley en el funeral del digno Suárez, mayormente); la tragedia de los neonazis que van ganando metros en Francia; la tragedia de una España contumaz y viciosa que le cobra la luz a precio de oro al pobre honrado y deja que se vaya de rositas el rico ladrón. Por eso, ante tanta tragedia, ante tanta ignominia, el español busca refugio en la cueva platónica del cine, en el maná de un cine barato, asequible, razonable. Vayan tomando nota los ejecutivos del séptimo arte. El cine pertenece al pueblo. Que no se lo roben también.
Imagen: homocinefilus.com
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