En solo unos años, la joven democracia
española se nos ha quedado vieja de repente, sobre todo en lo político,
aunque también en lo social y lo cultural. La llegada al Congreso de los
69 nuevos diputados de Podemos y sus grupos de confluencia, así como
los 40 de Ciudadanos, parece haber resucitado la vida parlamentaria
nacional, demasiado mustia y trasnochada tras las últimas legislaturas
dominadas por la cómoda rutina y un bipartidismo conservador e
inmovilista. La derecha tradicional representada por el PP, como es
habitual en ella, se ha rasgado las vestiduras al ver entrar en el
hemiciclo a unos jóvenes jipis de Lavapiés que se hacen llamar diputados
de la nueva política. Cómo huelen los condenados, solo faltan los
canutos rulando por los escaños, debieron pensar los más mojigatos. A
algunos congresistas de la casta se les hincharon las venas del cuello,
al extremo, cuando Carolina Bescansa apareció con su bebé de seis meses y
le dio la teta honrada en medio de la sesión parlamentaria (¡qué
desfachatez!, habrase visto) y otros estuvieron a punto de sufrir un
síncope irreversible cuando el diputado Alberto Rodríguez exhibió sin
pudor sus rastas raciales, frondosas y fértiles, al tomar posesión de su
escaño. Una especie de ridícula fiebre por el estilismo, por la
estética, parece haberse apoderado de la derechona en las Cortes, cuando
al Parlamento debería irse a discutir sobre ideas, sobre programas e
iniciativas legislativas, no a cotillear como una vieja enlutada sobre
el look tan atrevido de fulano o mengano.
En pleno siglo XXI, cuando la moda y las
costumbres se viven con entera naturalidad y libertad en la mayoría de
los países de Occidente, sonrojarse porque alguien vista a su manera o
lleve a cabo hábitos humanos normales en una sociedad moderna y
avanzada, como es amamantar a su pequeño, resulta no solo talibán y
retrógrado, sino inmaduro, ridículo, inconcebible. La temperamental y
siempre peculiar Celia Villalobos, ex presidenta de la Cámara Baja, en
unas polémicas declaraciones que han levantado gran polvareda mediática,
ha asegurado que a ella los cabellos largos y las rastas no le importan
lo más mínimo, salvo que supongan un peligro de contagio de “piojos”. A
su vez, una conocida periodista conservadora que habitualmente cubre
información parlamentaria ha llegado a sugerir que en el hemiciclo
“huele mal” desde que han llegado los diputados de Podemos. Afirmaciones
todas ellas que nos devuelven a edades pretéritas, quizá al siglo XIX y
mucho antes, cuando las normas de la estética impedían a los hombres
llevar el pelo largo o vestir fuera del supuesto canon de la elegencia, o
a comienzos del siglo XX, cuando los blancos impedían a los negros
copiar sus costumbres en un apartheid inhumano e intolerable. Es
evidente que algunos parlamentarios viven sumergidos en un elitismo
dandi y anecdótico que no dejaría de ser pintoresco si quedara ahí. Lo
malo y realmente preocupante es que el episodio va mucho más allá y esas
ideas intolerantes y hasta discriminatorias contra aquellos que se
salen de la norma impregnan y contaminan su actuación diaria como
políticos y padres de la patria.
Pero es que además, la diversidad en el
vestuario es algo que está extendido ya por toda la sociedad y no hace
falta ir con traje y corbata para ser una persona honorable. ¿Hay
alguien que se eche las manos a la cabeza a estas alturas cuando
futbolistas como Dani Alves o Sergio Ramos aparecen en un campo de
fútbol tatuados, rapados al cero, con una cresta en la cabeza o
coronados con una trenzada coleta? ¿Quién se ruboriza ya cuando un actor
o actriz de cine famoso, un artista o un intelectual se pone un
piercing en la boca, se planta un extravagante sombrero por montera o se
deja una poblada barba de hípster? Nuestra cultura occidental, poseída
ya por el culto a la imagen pop, hace tiempo que superó este tipo de
controversias bizantinas. Ideologías como el movimiento hippie, el rock,
la contracultura, el feminismo, el movimiento gay o el ecologismo han
terminado por enterrar los viejos principios impuestos por una derecha
rampante y esnob que tras el pretexto de las buenas maneras y costumbres
esconde una visión del mundo anacrónica, enfermiza, artrítica. El
ejemplo más claro nos lo ha dado el recientemente fallecido David Bowie,
un hombre que empezó dando saltos en calzoncillos por los escenarios
del mundo, levantando críticas ponzoñosas entre los sectores más
conservadores, y cuyas canciones, hoy día, son idolatradas y escuchadas
en las recepciones de etiqueta y en los palacios reales de medio mundo. Y
qué decir de los Beatles, aquellos jóvenes melenudos que eran
condenados por la Iglesia y que hoy se escuchan en las bodas y bautizos
más beatos, o de los grupos legendarios de la movida madrileña, tratados
como delincuentes por la derecha en los años ochenta y hoy escuchados y
bailados hasta la extenuación por los diputados más horteras. Los
Rolling, cuando empezaron a cantar en leotardos femeninos, hacían música
del diablo, y ahora no hay nadie que discuta su arte y su contribución a
las transformación de la sociedad. La derecha de este país siempre
actuó así: oponiéndose a los cambios frontalmente, como cuando votaron
no a la ley del divorcio. Hoy hay más divorciados entre las filas
populares que entre los peligrosos antisistema y comunistas, esos a los
que tachan de piojosos pero cuyos postulados políticos acabarán
imponiéndose a la larga. Las sociedades cambian, las ideas permanecen.
Con todo, lo peor de vivir en una
concepción anticuada y carca de la realidad no es que impida avanzar
culturalmente a una sociedad, sino que trate de coartar la libertad de
expresión del que no piensa como uno mismo. Si cada uno de nosotros
viera la vida como la contempla la señora Villalobos, a estas alturas
todos vestiríamos de la misma guisa en una especie de gran dictadura
monolítica de la estética, con mono de obrero gris melancólico, al más
puro estilo norcoreano. Si todos pensáramos como sus señorías de la
bancada popular, a la maniera puritana, victoriana y calvinista, el
mundo sería, por los siglos de los siglos, un triste y aburrido lienzo
en blanco y negro donde no cabrían más ideas y más variedad cultural que
la que ellos nos quisieran imponer a los demás. El manual del buen
gusto es algo propio de cada época y lugar pero parece que algunos se
empeñan en hacérnoslo tragar como aceite de ricino, como una Biblia
perpetua, al igual que otras tantas cosas. El ruido, la controversia y
el escándalo que ha montado la derecha gamberra solo porque unos
diputados jóvenes hayan llegado con aires renovadores a la vida pública
española no tiene parangón en ningún otro país civilizado. Decía Oscar
Wilde que la moda es una forma de fealdad tan intolerable que tenemos
que alterarla cada seis meses. Por eso ellos, con sus corbatas y trajes
hipócritas de siempre, con sus peinados de raya monaguillescos pringosos
de pachuli, con sus colonias ácidas y corrosivas, no son más honrados
ni menos corruptos que aquellos que visten a su aire, con tejanos
salvajes y desafiando lo peor del ser humano: la falta de sensibilidad y
de imaginación. Porque a fin de cuentas las apariencias engañan. Ya lo
dijo aquel.
Viñeta: Becs
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