(Publicado en Revista Gurb el 8 de enero de 2016)
España se ha convertido en una obra de
Beckett donde nadie entiende ni escucha a nadie. Los cuatro partidos que
han salido de las urnas con cierta chance apelan a que es tiempo de
negociar, de hablar, de pactarlo todo, solo que aquí, de momento, no
negocia ni Dios. España se ha convertido en una guerra de trincheras,
como en el 14, donde todos aguardan con el mosquetón cargado, metidos en
la zanja, a la espera de matar algún soldado más. Rajoy ya no es poder,
sino un pobre hombre con las gafas rotas de un hostión antisistema y el
traje lleno de polvo que anda por las esquinas mendigando que le
quieran un poco más. Pedro Sánchez sueña con alquilar la Moncloa, y
percha tiene para ello, pero no le alcanzan los 90 escaños de mierda
(qué vergüenza, noventa asientos para un partido con 136 años de
socialismo, ni a uno por año) así que bastante tiene el hombre con que
no lo maten los barones en una emboscada gitana por los pasillos de
Ferraz. Por catalanista y rojo peligroso.
Por su parte, Pablo Iglesias ya le ha
dicho al PSOE que no hay tu tía, que sin referéndum catalán se vaya
olvidando del cuento, y Albert Rivera es el hombre duplicado de Rajoy,
más joven y apuesto, sin tartamudear tanto, pero poco más o menos lo
mismo, o sea que no puede ser alternativa de nada. De modo que las
elecciones iban a suponer un vuelco, un cambio revolucionario en España
que no iba a conocerla ni la madre que la parió, la extinción del
bipartidismo, del turnismo, de la monarquía, de tantas cosas que iban a
cambiar, pero henos aquí como siempre, compuestos y sin gobierno. En
España es que nunca pasa nada. El único cambio importante es ver quién
gana la Liga, si el Barsa o el Madrí, en otra especie de gran turnismo
futbolero infumable, y ya ni eso, que rige la dictadura culé. Así que si
nadie lo remedia nos volverán a sacar de la cama en domingo para ir a
las urnas otra vez, un déjà vu electoral, con lo bien que se está metido
en la cama en domingo, entre sábanas soleadas, durmiendo la resaca dura
del sábado noche engañoso, abrazado a la piel morena del amor y
aspirando el olor caribeño del café recién hecho. Votaremos otra vez y
volverá a ganar Rajoy, y votaremos mil veces más y mil veces saldrá el
gallego, porque el español siempre vota lo mismo, vota con miedo y sin
ideales, vendiendo el alma al diablo si es preciso, aquí se vota a una
derecha folclórica aprovechada y caradura que reparte las migajillas
decimales del 3 por ciento entre los estómagos agradecidos del pueblo
acólito o todo lo más a una izquierda blandurria de un rojo desteñido
que parece lo que no es. Aquí siempre se vota a algo que ni es derecha
ni es izquierda, ni es chicha ni limoná, sino el mal vicio español de
siempre, la comodidad y el conformismo, la siestorra que perdura desde
los Reyes Católicos, el másdelomismo secular. Hasta a los catalanes, en
otra época emprendedores y honrados, se les ha pegado ya el vicio
castellano de la siesta y el trinque a dos manos y no son capaces ni de
formar un gobierno soberanista en condiciones. En España nada cambia. De
vez en cuando surge una ficción republicana y una algarada callejera
asalta las cabalgatas navideñas para destronar a los Reyes Magos, como
representantes de la monarquía, y sucederlos por Reinas Magas de la
Femen, o le ponen un panfleto republicano entre las manos al Rey
Melchor, para que lo lea borracho de güisqui malo, o revientan un par de
belenes y los llenan de grafitis antisistema contra el niño Jesús. En
realidad nada de esto es una verdadera revolución sino una pantomima,
una puesta en escena, un homenaje nostálgico a aquellos años de barbudos
anarquistas y quema de conventos, porque al final la carlistada se
salda con unos cuantos comatosos etílicos vagabundeando por ahí
–perdedores y perdidos puño en alto que se trastabillan por el vino
mientras tararean la Internacional–, y unas pobres banderas tricolores
pisoteadas en el barro. Luego todo el mundo se va a sus casas a dormir
la mona y hasta ahí llega la ansiada y prometida revolución que en
Europa se hizo hace siglos pero que por desgracia nunca pasa de los
Pirineos.
Al final Rajoy conseguirá apoyos para
seguir en la Moncloa o no, las elecciones se repetirán o no, pero eso
dará lo mismo porque Pablo Iglesias ya tiene su maletín de diputado con
hebillas de oro y forrado con el terciopelo del sistema, o lo que es lo
igual, el torito semental de la izquierda está ya marcado y en los
toriles para que sea convenientemente toreado por los caciques de la
Banca, la patronal y la troika merkeliana, con pase de pecho incluido
según la escuela griega Varufakis. Si todo sigue su curso natural, dios
no lo quiera, los poderes fácticos lo picarán, le afeitarán la coleta y
lo dejarán aseado y perfumado con un poco de aroma socialdemócrata,
entre Boss y Dior, antes de lanzarlo al hemiciclo de las mentiras. Como
hicieron con Felipe González después de que Felipe fuera Isidoro y antes
de que los neoliberales lo convirtieran en el Señor X, Houdini de las
puertas giratorias. La revolución en España no es una utopía, es una
desgracia, porque aquí no votamos derechas o izquierdas, aquí votamos el
cuatro por cuatro coreano con los cristales tintados, el subsidio y la
subvención, el plasma de 38 pulgadas y la escapada al hotel de
encuentros secretos con querida o querido ya dentro del jacuzzi. Este
país está lleno de pobres que se creen muy ricos y votan al gran cacique
con la esperanza de que les toque la pedrea del amo y señor. Las
elecciones han sido y probablemente volverán a ser muy pronto, pero aquí
no ha ganado nadie, en todo caso ha perdido el pueblo, aunque el pueblo
aún no lo sepa. Como siempre.
Viñeta: El Koko Parrilla
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