(Publicado en Revista Gurb el 23 de septiembre de 2016)
La guerra de los tuits entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón ha abierto una crisis profunda en Podemos en plena precampaña electoral. El cruce de insinuaciones y reproches públicos entre ambos dirigentes, entre metáforas musicales alusivas a Coldplay y a Bruce Springsteen, demuestra que la arquitectura de ese partido no está plenamente consolidada y que el futuro de su proyecto político es hoy más incierto que nunca. Estamos ante una formación que ha conocido una expansión fulgurante en apenas dos años, un caso inédito en la historia de España. Fundado en enero de 2014 aprovechando la indignación de millones de españoles, el tirón de las masivas movilizaciones del 15M y las protestas de las mareas ciudadanas contra los recortes del Gobierno, Podemos había logrado erigirse en apenas dos años como la gran alternativa de la izquierda para este país. Jamás un proyecto político había crecido de una forma tan acelerada, abrumadora y con una efervescencia social e intelectual tan arrolladora. En las elecciones generales del 20D de 2015, Podemos obtuvo el 20,68 por ciento de los votos y 69 diputados en el conjunto del Estado, llegando a amenazar la posición hegemónica que el PSOE había mantenido históricamente como referente de la izquierda española. El sorpasso a los socialistas parecía más que factible y miles de personas de ideología de izquierda se planteaban sumarse con decisión al partido de Iglesias. Hoy, sin embargo, y pese a que Podemos gobierna en coalición con otras fuerzas políticas en numerosos ayuntamientos y comunidades autónomas y a que sigue siendo el tercer partido en importancia de España, el crecimiento de la formación morada parece estancado y no son pocos los que ya hablan de que el suflé se está desinflando.
¿Qué ha sucedido para que un partido de
izquierdas que por un momento tuvo aspiraciones de gobernar, desbancando
por fin a la derecha debilitada por tantos casos de corrupción y tantos
abusos durante los años de la crisis, haya embarrancado de una manera
tan inexplicable? Desde el primer momento de su creación, dos almas han
gobernado Podemos, una moderada y otra más radical, una más
socialdemócrata y otra más cercana a posturas comunistas y de extrema
izquierda, una proclive a la negociación y al acuerdo con otras
formaciones políticas y otra partidaria de lograr en solitario la
victoria final, el aniquilamiento del sistema y del PSOE y el "asalto
final a los cielos", frase que el mismo Iglesias copió de la carta que
Karl Marx envió a su amigo el doctor Ludwig Kugelmann para describir el
fracasado intento revolucionario de la Comuna de París en 1871. Durante
este tiempo, Iglesias ha jugado el papel de líder revolucionario, de
mito carismático y mesiánico, de hombre racial, incontenible y
desmesurado a veces que cuando sacaba el látigo era para arrearle estopa
a la casta política y financiera, a los poderes fácticos y a los
fariseos del sanedrín parlamentario. Ahí quedarán, para la historia, sus
apelaciones intempestivas a la cal viva del felipismo y otras
declaraciones más o menos fuertes que aunque excitaban a un sector de su
parroquia, generando buenos titulares de prensa, chirriaban a la otra
mitad del partido.
Errejón, por su parte, ha jugado el rol
de la moderación, el equilibrio y la estrategia. Su cara de niño bueno,
arreglado y formal, conecta con la otra alma de Podemos, la
socialdemócrata formada en buena medida por votantes desencantados con
el PSOE que, tras años de felipismo desertor del ideal socialista, de
zapaterismo falsamente renovador y del último pedrismo poco atractivo y
sugerente para muchos militantes de izquierdas, veían en la formación
morada la última esperanza de cambio para este país.
Iglesias y Errejón son, sin duda, dos
personalidades fuertes, dos intelectuales brillantes salidos de la
Universidad, dos personajes magnéticos y dos animales políticos. Pero
también son dos formas muy distintas de entender la política y el futuro
de un país. Sus choques dialécticos y enfrentamientos más o menos
velados han sido constantes desde el mismo momento de la asamblea
refundacional de Podemos de Vistalegre, en octubre de 2014, cuando el
partido optó por dejar de hacer política en la calle y convertirse en
una estructura al uso. Podemos es un mismo cuerpo con dos mentes tan
diversas que terminan confundiendo a su electorado. Y ahí es donde está
la clave y la debilidad del problema. En Suresnes, el PSOE abandonó
definitivamente el marxismo para entregarse a la socialdemocracia en el
marco de un sistema económico claramente capitalista. Fue una traición a
los ideales perpetrada por Felipe González por puro pragmatismo, ya que
no había otra manera de alcanzar el poder. Vistalegre tenía que haber
sido el Suresnes de Podemos donde se tenía que haber clarificado su
línea ideológica y su programa para gobernar España los próximos cuatro
años, pero aquello se cerró en falso, las familias siguieron ostentando
sus cuotas de poder y en cada comunidad autónoma empezaron a formarse
las primeras baronías, al estilo de los viejos partidos de la casta.
Desde el debate bizantino de Vistalegre, cuando se fortaleció la
estructura, el aparato y la secretaría general en detrimento de las
asambleas y los círculos, Podemos navega entre dos aguas, en medio de
cierta ambigüedad que unas veces desconcierta a sus militantes
comunistas y otras a los socialistas. Esa indefinición, ese no tener
claro la filiación y la paternidad del proyecto, ese no saber admitir
cuál es realmente el origen y el destino del partido, es lo que provoca
que unos días sus dirigentes apelen a la tradición comunista y a la
mañana siguiente se levanten abrazando la socialdemocracia. En el fondo,
lo que subyace es la vieja guerra que siempre ha lastrado a la
izquierda, no ya española, sino internacional. Es la añeja confrontación
entre bolcheviques y mencheviques, entre rojos y blancos, la reyerta
histórica por el poder que siempre termina en la derrota de la utopía,
en las violentas purgas y en las guerras intestinas que tanto daño han
hecho, durante más de un siglo, a la izquierda europea. Aquí estamos en
lo de siempre: en el choque tradicional entre el ala moderada y la
radical de la izquierda, y no hay nada más viejo en política que esa
batalla sangrienta y fratricida entre hermanos, que viene librándose
desde 1917. Parece que no hemos salido de Stalin, Trostki y todo
aquello, un hecho que certifican las últimas declaraciones de Juan
Carlos Monedero, filósofo inspirador del movimiento, quien acaba de
asegurar que la discusión en las entrañas de Podemos es "ideológica y de
poder".
Tras el rifirrafe entre Pablo Iglesias e
Iñigo Errejón en las redes sociales (malditas redes que las carga el
diablo) queda claro que la dialéctica que proponía el partido para
superar la vieja política y entrar de lleno en una supuesta nueva
política, transversal, sin izquierdas ni derechas, sino basada en el
arriba de los ricos y el abajo de los pobres, no era más que un cliché
para salir del paso y afianzar un proyecto políticos, quizá el más noble
y legítimo proyecto político que ha tenido España en las últimas
décadas, ya que se nutría del impulso sincero y renovador de una buena
parte de la población que había pagado los efectos de la crisis.
Tanto Iglesias como Errejón deben
sentarse como dos amigos que son, o al menos dos amigos que hasta ahora
lo han sido, mirarse a la cara y hablarse con claridad y sinceridad, sin
dobleces ni ases en la manga, sin traiciones ni tapujos. Ya sabemos que
Iglesias apuesta por recuperar la calle y un lenguaje que "politice el
dolor" de la gente que sufre, volviendo a los orígenes del 15M, a las
barricadas y a la acción directa contra la casta, principal culpable del "conflicto social". Ya sabemos que Errejón cree que el estilo de
Podemos debe ser pragmático y "amable" para captar a la mayor cantidad
posible de votos del centro izquierda, apartándose del discurso
dramático y teatral, institucionalizándose y modulándose para adecuarse
al juego político. Ahora falta que ambos se sienten y decidan si quieren
madurar o seguir siendo unos jovenzuelos rebeldes dispuestos a pelearse
entre ellos. Deben dirimir si van a optar por la estrategia del miedo o
la estrategia de la seducción. Y si la táctica es mixta que lo
acuerden, lo pacten y zanjen sus diferencias. Los trapos sucios deben
ser lavados en casa, y más en plena campaña electoral, sin tonterías ni
tuiterías, sin tanta transparencia que solo provoca la hilaridad en sus
enemigos políticos y la erosión del proyecto, sin puestas en escenas
histriónicas ni apelaciones a grupos de rock que dejan un poco perplejos
a buena parte de la ciudadanía que no está para bromas. Si no se
resuelven pronto esas diferencias, si no se aclaran las líneas maestras
del proyecto político, Podemos seguirá perdiendo respaldo popular y
naufragando en el océano de la indefinición, con el consiguiente riesgo
de la escisión que planea sobre sus siglas. Porque de todos es sabido
que no hay nada más letal para un partido que el ruido interno de
gallinero, la apariencia de debilidad interna y la sombra de la duda.
Viñeta: El Petardo
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