No era ningún héroe, ni un Rambo
como los de las películas, solo un mosso d'Esquadra que quiso hacer horas extra
para sacarse un dinero aquella noche en el paseo marítimo de Cambrils. Entonces
vio el coche que conducían los terroristas y no dudó un instante en hacerles
frente. Sacó su arma reglamentaria y dio el alto a los asesinos. Él solo, sin
dudarlo un instante, abatió a cuatro alimañas. Dicen que su formación como
legionario fue decisiva en ese minuto crucial. Pues bendita la Legión, si es
que fue así. Nos hemos convertido en una sociedad pusilánime que repudia
cualquier atisbo de violencia. Somos como niños hipersensibles y trémulos que
tuercen la cabeza ante una gota de sangre, ante un cadáver tapado bajo una
sábana, ante el espectáculo inevitable de la muerte y la maldad. Solo que la
vida no solo es placer y belleza, no solo es dinero, éxito y emoción. También
es violencia, horror, muerte. Siempre ha sido así y siempre lo será, por mucho
que los quebradizos y hedonistas occidentales nos hayamos empeñado en construir
un mundo de fantasía y confort que no es real. La violencia, en ocasiones, no
solo es necesaria sino justificada y si no que se lo pregunten a nuestros
abuelos que empuñaron el fusil para defenderse del fascismo. De no haber estado
allí ese mosso, ese soldado del bien, ese héroe de Cambrils, decenas de
personas inocentes, hombres, mujeres y niños que pasaban una velada tranquila
en una zona de copas habrían sido pasadas a cuchillo por los bárbaros asesinos.
Por fortuna estaba su mano benefactora y su ojo clarividente para disparar una,
dos, tres y hasta cuatro veces con una puntería prodigiosa, casi milagrosa.
Nada se sabe sobre él, salvo que ha pedido asistencia psicológica. La fortaleza
también es vulnerable y aquel que mata a otro no lo olvida jamás, por mucho que
ese otro sea una bestia inmunda. No lo olvidemos nunca. Hay que pelear por la
paz, aunque sea la más bella de las utopías. Pero para que nosotros podamos
vivir esa paz, otros tienen que hacer la guerra.
Antes de Jim Carrey fue él. Nos hizo reír en nuestra infancia, cuando éramos inocentes, aún no sabíamos lo que era el humor inteligente y un tipo resbalándose con una piel de plátano era el súmmum de la carcajada. Fue el rey del gag, la cara grotesca y descacharrante, el tonto del bote, el profesor chiflado y el mimo total. Un payaso encantador. Su pareja cómica de siempre, Dean Martin, era el guapo galán que cantaba como los ángeles; él simplemente el idiota, simplemente el rey de la comedia. Para los americanos fue "Jerry Luis". Para los españolitos de la época que nos asombrábamos con el technicolor fue "Yerry Legüis". Gracias por esos buenos ratos, tío Jerry.
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