Es día de duelo, día de estar junto a
las víctimas y sus familias y de mostrar una unión sin fisuras ante la
barbarie yihadista. La reacción de los ciudadanos de Cataluña, y por
extensión del resto del Estado, está siendo ejemplar: rabia contenida y
fortaleza en la lucha contra las alimañas terroristas. El pueblo, como
siempre, sabe estar a la altura y ya grita por las calles "No tinc por"
(No tengo miedo), una respuesta que sobrecoge por su valentía y nobleza.
Ahora falta que nuestros políticos
también sepan gestionar estas horas trascendentales con la inteligencia,
la moderación y la emocionalidad que requiere el momento histórico.
Esperamos y confiamos que no aparezcan las medianías, las mezquindades y
mediocridades a las que nos tienen acostumbrados nuestros
representantes políticos. Tenemos la triste experiencia del 11M, cuando
se trató de instrumentalizar a las víctimas. Debemos aprender la
lección, es la hora de la razón y la dignidad, no del rédito electoral y
el cortoplacismo barato. Rajoy y Puigdemont deben aparcar sus
diferencias para centrarse en lo único importante: luchar con la máxima
eficacia contra la locura salafista. La población necesita esa imagen de
unidad, aunque se trate de una foto impostada. El proceso
independentista nada tiene que ver con esta tragedia, y deberá dirimirse
donde proceda y cuando toque. Hoy es hora de estar con las familias de
los fallecidos y con el más de centenar de heridos para los que a partir
de hoy empieza una nueva vida en la que tendrán que convivir con el
trauma y el sufrimiento. Una idea debe quedar bien clara: esa maldita
furgoneta que arrolló a decenas de inocentes en las Ramblas no iba
dirigida contra catalanes, madrileños o vascos. Iba dirigida contra los
occidentales, contra todos los occidentales. De hecho, hay fallecidos y
mutilados de 34 nacionalidades distintas de todo el mundo. Habrá quien
tenga la tentación de enarbolar la bandera de uno u otro país, cuando en
realidad la única bandera que cabe en este asunto es la de la libertad,
la de la civilización y la del ser humano como ente vivo dotado de un
espíritu capaz de albergar elevados ideales y nobles sentimientos. No
olvidemos una cosa: el yihadismo mata a todo aquel que no profesa la
religión del odio, sin importarle su nacionalidad, su carné de identidad
o su pasaporte. Metámonos esa idea en la cabeza.
Nos
enfrentamos a la peor de las amenazas. Nuestros padres y abuelos
tuvieron que hacer frente al zarpazo del totalitarismo del siglo XX,
pero al menos tuvieron la oportunidad de alistarse y pelear contra los
fascistas en pie de igualdad. A nosotros este nuevo nazismo panislámico
cobarde, esta guerra invisible contra la población civil, ni siquiera
nos deja la opción de defendernos, ya que nos consideran cucarachas a
exterminar, corderos para el matadero, carne infiel que debe ser
triturada. Mientras enterramos a nuestros muertos, conviene plantearse
que no podemos caer en lo más bajo. Debemos mantenernos lejos del
racismo (ya han aparecido algunas pintadas xenófobas contra la comunidad
musulmana con inscripciones como "moros, vais a morir todos") y también
de la neurosis colectiva que produce el miedo, unas veces fundado pero
otras irracional. Hagamos nuestras vidas como siempre, con normalidad;
vivamos el día a día con alegría y pasión, manteniendo el pánico a raya y
demostrando a los terroristas que no les tememos. Y sobre todo no
caigamos en absurdas reyertas tribales del pasado, en crispaciones por
miserables motivos políticos, mientras la sombra de un terror
globalizado propio del siglo XXI sigue planeando sobre nuestra cabezas.
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