(Publicado en Revista Gurb el 4 de agosto de 2017)
Cuando él ganaba carreras como churros
−construyendo la leyenda de un dios− no había Iniestas, ni Gasoles, ni
Nadales y el español pertenecía a una raza inferior formada por seres
bajitos, peludos y atrasados que no podían competir con el poderoso
teutón, ni con el elegante francés o el estratégico británico. Mientras
Cardeñosa fallaba goles cantados haciéndonos quedar como tontos,
mientras Arconada se metía balones en propia meta que nos dejaban a la
altura de los burros, mientras organizábamos mundiales que terminaban en
el fiasco más absoluto, él solito, sin ayuda de nadie más que de su
cabra de hierro, forjaba un mito. Era minúsculo pero granítico. Brioso
aunque templado. Racial pero inteligente. Un guerrero medieval con
armadura de cuero. Debió aprender a montar en moto antes que a caminar y
de adolescente, allá por los sesenta, cuando los demás niños estaban en
la escuela recitando la lista de los reyes Godos, él ya hacía diabluras
y caballitos con la moto por las fronterizas calles de Vallecas llenas
de rateros, fulanos y choros. Esa fue su escuela, la calle, los
circuitos urbanos, las carreras clandestinas en polígonos nocturnos y
abandonados, lo más lejos posible de la Guardia Civil, y los garajes
grasientos, entre tuercas oxidadas, llaves inglesas, pósters de señoras
desnudas colgados de las paredes y chalados mecánicos obsesionados con
trucar el motor perfecto. Así se forjó un dios de la velocidad. Así
empezó a ganar carreras, trofeos de pueblo y campeonatos de España.
Cuando ganó el mundial, solo cuatro colegas salieron a recibirle con una
pancarta que decía: "Vallecas y Ángel Nieto, campeones del mundo".
Franco quiso conocer de cerca a aquel jipi desmelenado con pinta de
insurgente comunista pero no entendía qué demonios era ese deporte
extraño y ruidoso con el que estallaban los tímpanos y saltaban los
cuerpos por los aires. "¿Campeón del mundo de qué?", le preguntó el
caduco y sorprendido dictador con su voz trémula de siempre. Ni al viejo
general le interesaban aquellos chalados con sus locos cacharros. No
importaba que Franco, una vez más, no se enterara de nada, ya se
encargaría él de arrancar el motor, poner en marcha la fiebre y
contagiar la locura por el estampido y las frenéticas carreras.
En los años siguientes no paró de ganar.
Su vida fue una sucesión de victorias, una tras otra, en un alarde
deportivo al alcance de muy pocos. Cuando pisaba el acelerador,
recortando al límite en cada curva, no había quien tuviera pistones
suficientes para seguir su rueda. Volaba sobre el circuito del Jarama,
envuelto en humaredas negras y sueños de alquitrán, y en volandas llevó a
todo un país desde la oscuridad del franquismo hasta la luz de la
democracia. Así nos enseñó que no hay razas superiores ni inferiores,
solo hombres bravos, indómitos, valientes. Con su máquina del tiempo
prodigiosa e infalible que no gripaba nunca, nos condujo desde un mundo
en blanco y negro donde el motociclismo era cosa de cuatro pirados sin
remedio hasta un país en color, mecanizado, que se entusiasmaba con sus
hazañas y con esa nueva religión instaurada por un ángel del infierno
que olía a humo y gasolina. Surgieron clubes de motoristas por doquier,
miles de aficionados, fans enloquecidos, jóvenes talentos, nuevos
campeones. Los Márquez, Lorenzo, Pedrosa y tantos otros no son sino
secuelas, hijos de ese primer centauro que surgió del barro pobre de
Vallecas para comerse el mundo. Jockey velocísimo, suicida encantador
sin miedo a la paraplejia o a la muerte, puso patas arriba el orden
silencioso del mundo establecido y lo sumió en una maravillosa sinfonía
de cilindros rugientes en clave de 125 centímetros cúbicos. Sus
endiabladas travesuras a horcajadas de la fiable Ducati, su forma de
bailar sobre la sedosa Derbi, quedarán en la memoria de generaciones
enteras que vibraron con sus aventuras carburantes. No necesitaba
músculo, su poder estaba en unos ojos agudos capaces de leer las
carreras antes que nadie y analizar los miedos de los demás corredores. A
veces jugaba con sus rivales como un felino juega con su presa y cuando
se cansaba, aburrido ya, les daba el zarpazo final en la última recta. Y
así, impulsado por ese ángel de la guarda que solo él tenía, ganó 12
mundiales más uno, nunca trece, que solo decir el número daba mal fario.
Mil veces se cayó de la moto y mil veces se levantó del empedrado. Una
vida de clavículas partidas, huesos rotos, piernas y brazos molidos.
Daba igual la lesión, el daño en el cuerpo o la violencia del trompazo,
el señor de la Ducati era espíritu puro, un alma indestructible hecha de
acero zamorano. Estaba tocado por la varita de los dioses. A Ángel
Nieto se lo lleva un absurdo accidente en un vehículo absurdo, el
quad traicionero, el frío y maldito futuro. Su dulce Bultaco jamás le
hubiera jugado esa mala pasada.
Ha muerto en el coma gélido de una
clínica, lejos del pódium, de la corona de laurel, de la botella de
champán y del fragor de los tifosi. Una leyenda como él no merecía ese
triste final, sino algo mucho más glorioso y digno. Los borbones nunca
le dieron el Príncipe de Asturias. Qué más da eso ya. Él fue monarca
entre dioses y nieto de ángeles. Dicen que ya surca los cielos a toda
pastilla.
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