lunes, 17 de junio de 2013

BRETÓN


Lo del juicio de Bretón promete convertirse en el último best seller criminal televisado de nuestro tiempo. En los próximos días, a la hora de comer, los informativos, magacines y programas de la ingle nos irán sirviendo las últimas noticias sobre el doble asesinato supuestamente cometido por el zumbadillo al que acusan de quemar cruelmente a sus hijos en la finca de las Quemadillas. Ya todo es Bretón (por unas horas Bárcenas y Urdangarín podrán respirar tranquilos) y nos vamos a enterar de qué comía el asesino, qué bebía, qué talla de zapatos usaba, qué putiferios y amantes frecuentaba y cuál era su equipo de fútbol favorito. La sociedad española se prepara para devorar las andanzas, vida y milagros de su último psicotronado nacional, de su Hannibal Lecter a la cordobesa. La avalancha de reportajes, monográficos y tertulias que se nos avecina va a ser tal que no va a quedar ni un solo español al que no se le estremezca hasta la última célula nerviosa de su cuerpo tras escuchar las atrocidades del monstruo retorcido. Sin duda, las cadenas nos ofrecerán una dosis catódica diaria de macabra ultraviolencia, por usurpar el término genial acuñado por Kubrick en La Naranja Mecánica. Hoy mismo las televisiones ya han empezado a servirnos los entrantes del siniestro menú: el informe forense completo y minucioso (con las fotos pertinentes) sobre los huesos de los niños hallados en la pira llena de cenizas. Y uno se pregunta: ¿Es necesaria tal sobreabundancia de información? ¿Es preciso bombardear una y otra vez al espectador con este tipo de historias truculentas? Durante años fui periodista de Sucesos y Tribunales y he visto asesinos de todas clases. Envenenadores, torturadores, descuartizadores, fríos, pasionales, vulgares, sofisticados, marginales y de guante blanco. Por eso soy consciente de que el ciudadano debe estar suficientemente informado sobre los crímenes que le rodean, porque el crimen es la fiebre de una sociedad enferma, el termómetro que nos indica el grado de neurosis colectiva en que vivimos. Pero por favor, no caigamos en la bisoñez de confundir la información con el espectáculo sangriento; no seamos tan ingenuos de no ver que una cosa es una información veraz e higiénica necesaria para un Estado democrático y otra muy distinta el horror atractivo de las vísceras, la sangre y los restos óseos, el horror bello y narcotizante de la muerte violenta en prime time. La muerte es el argumento que más páginas ha vendido en la historia de la humanidad, la muerte cotiza en Wall Street, y toda la literatura universal gira alrededor del amor y la muerte, de Eros y Tánatos. 
La televisión es el espejo cóncavo que deforma la realidad, el cristal que convierte lo real en esperpento, a la manera valleinclanesca, y esa mezcla de verité y ficción que da el crimen televisado, esa confusión entre el crimen real y el CSI teleyanqui que ofrece la televisión, atrapa al espectador, que queda hipnotizado, hechizado, seducido por la visión fascinante de la aberración humana en su máxima expresión. Por eso tenemos Bretón para rato, un hartazgo de Bretón porque, nos guste o no, Bretón vende más que Martina Klein en ropa interior y da más audiencia que GH 14, aunque solo sea por unos días. El espectador de la sociedad de masas hace tiempo que selecciona por lo bajo y ya nos hemos acostumbrado a leer malos libros, a ver malas películas, a votar a malos políticos y a consumir los crímenes malos y cutres que nos sirve la televisión sanguinolenta. Todos decimos que vemos los documentales de la 2 pero nadie se pierde el capítulo diario del pequeño y perverso criminal que nos fascina. Ese tipo bajito y frágil de ojillos desconfiados que sonríe frío y enigmático ante el juez.

Imagen: periodistadigital

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario