miércoles, 4 de diciembre de 2013

LOS ENJUAGUES DE HACIENDA


Lo de Hacienda va camino de convertirse en el escándalo del siglo. Altos cargos que dimiten en bloque por presiones políticas, facturas falsas que se dan por buenas, chanchullos para salvar el honor de la Infanta naranja, ricos como Carlos Fabra que quieren pasar por insolventes para escaquearse de las costas judiciales. Mentiras y más mentiras. El ciudadano ya no se cree aquello tan manido de Hacienda somos todos (en realidad nunca lo creyó, porque Hacienda siempre fuimos unos pocos pardillos) y la conclusión final es que otra institución básica para el funcionamiento del Estado se nos va a pique en un momento. Cada día, el español asiste aturdido, estupefacto, patitieso, a la demolición de un poder público tras otro, un poder que se creía fuerte, eterno, inmutable. Salpicada la Monarquía, enfangado el Gobierno, mediatizada y mancillada la Justicia, solo nos quedaba la inocente ilusión de que al menos nuestro dinero estaba en buenas manos, en las manos honradas y competentes de Nuestra Señora Santa María de Hacienda. Pero por lo visto, ni eso. La Agencia Tributaria era el Corral de la Pacheca, el hotel de los líos, el coño de la Bernarda. Viendo cómo funcionan las cosas en el fisco, a uno le entran ganas de poner la equis en la casilla de la Iglesia y que sea el Papa Paco quien administre nuestros impuestos. De perdidos al río. Aunque bien mirado, ya no te puedes fiar ni de los curas, que luego va y sale uno como el de Borja, carterista y rijoso, descuidero y sensual, y nos despluma a la cándida Cecilia, tan maja ella, tan beata, y con lo guapo que le había quedado el Cristo del Anís del Mono. Todo hace aguas: Hacienda, la Iglesia, los grandes bancos de Wall Street multados por la UE. Ya lo avisó Valle-Inclán: "Antes quemaron las iglesias y luego quemarán los bancos". Hasta ahora, Hacienda era un misterio en las alturas, como el de la Santísima Trinidad, algo sagrado, místico, un pantocrátor invisible ante el que nos sentíamos frágiles y temerosos. Cuando una carta de Hacienda aterrizaba en nuestro buzón era como una maldición bíblica y nuestros esfínteres se aflojaban hasta límites insoslayables. Teníamos miedo reverencial de Hacienda porque, aunque parcial y deficiente, aún confiábamos en su poder legal, numérico, matemático, un poder a salvo de las corruptelas políticas. Pero es que después de saber que todo está amañado en esa santa casa, después de constatar que dos y dos ya no son cuatro, solo nos queda perder la fe de forma irremediable. Un pueblo puede dejar de creer en su rey, en su canciller, en su bandera. Pero cuando deja de creer en sus recaudadores de impuestos todo está ya perdido. Que Hacienda falle supone que todo falla en esta democracia bisoña de vodevil. Sospechábamos que aquí unos ganaban como sultanes y tributaban como mendigos mientras otros ganaban como mendigos y tributaban como sultanes. Sospechábamos que las grandes fortunas patrióticas evadían, huían y se escondían en paraísos más o menos lejanos. Sospechábamos que el fraude fiscal era el gran timo de la estampita nacional donde los sufridos curritos pagábamos el diezmo (más IVA) y hacíamos el papel de pobres tartajas, de tardos paganinis, de tolilis. Pero asistir al espectáculo descarnado de la mentira de Hacienda en vivo y en directo, retransmitido, televisado, produce auténtica vergüenza. Estupor y asco.   

Imagen: El Roto  


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