sábado, 28 de diciembre de 2013

CALATRAVA


Hace unos años, un distinguido arquitecto cuyo nombre me reservo me dijo muy confidencialmente: "Calatrava es un bluf; la Ciudad de las Ciencias terminará hundiéndose". Y mira por dónde, hoy se está hundiendo. Los ladrillos de todos esos edificios futuristas que el arquitecto valenciano levantó en los años del pelotazo fenicio no aguantan, tiemblan, se caen a trozos mientras el Gobierno valenciano se pone muy tarasca y digno y anuncia inminentes querellas contra el famoso diseñador. ¿Pero qué querellas ni qué milongas, habría que preguntarle al honorable Alberto Fabra? ¿Estaría el president dispuesto a llevar a los tribunales todos los sobrecostes, las facturas, las comisiones, los supuestos pelotazos que se han dado a costa de ese complejo faraónico símbolo de una época de derroche y despilfarro? ¿Tendría su señoría el valor suficiente para poner encima de la mesa de un juez todos los desmanes que se han cometido en la construcción de ese monumento babilónico? No nos venda la moto, molt honorable, y no nos haga hablar de su gestión, que para eso ya está el ácido Cronista Montañés, un par de blogs más adelante. Que Fabra sea el gestor más idóneo y competente para salir de esta crisis está aún por ver (dejemos que sea la Historia quien lo diga) pero a fecha de hoy una cosa ya ha quedado demostrada: que es un gafe de los buenos. A Albertito últimamente se le hunden los titanics de la Valencia más opulenta y vanguardista: se le hunde la banca, se le hunde la televisión autonómica, se le hunde el Valencia Club de Fútbol con todos sus fichajes y sus jeques chinos de Singapur y ahora se le hunde la Ciudad de las Ciencias, icono de la valencianía del derroche, el lujo pijo y la horterez. A poco que se descuide, se le hunde también el Miguelete, Dios no lo quiera. Calatrava no engañó a nadie y los engañó a todos. Calatrava es la mezcla perfecta de vendedor de crecepelos y pequeño Einstein de la arquitectura posmoderna acostumbrado a doblar traviesamente el espacio y el tiempo con sus geometrías no euclidianas, un mago de la física que deja boquiabierto al político rústico y paleto (el que maneja el pastizal) con cuatro bocetos rápidos, dos brochazos mal dados y unos azulejos fijados con Pegamento Imedio. Luego, al poco tiempo, los azulejos se despegan y claro, se caen a cachos en solemne mascletá, pero para entonces el maestro pirotècnic Calatrava, judío errante él, ya está lejos, muy lejos, en New York o en Oslo, arrastrando la saca repleta de dinero y el cartapacio lleno de petardos, levantando resbaladizos puentes venecianos y rascacielos como frágiles castillos de naipes, deslumbrando al mundo con sus edificios imposibles de ciencia ficción sacados de la infantil Guerra de las Galaxias. Porque Calatrava, como buen artista fallero, no levanta cemento aburrido, él levanta sueños de grandeza que arden como hogueras, sueños millonarios que vuelan con el aire y con el tiempo y que terminan cayendo como la ceniza y el polvo, abrasando consigo a los ninots, o sea a los políticos trincones. Su hierro retorcido que desafía a la ley de la gravedad ha sido solo una ilusión, la metáfora cruel de la edad del loco ladrillo, un ladrillo que acaba derritiéndose como un helado en la playa y convirtiéndose en un fraude, en un churro valenciano, en un truño. Si Fabra tiene que cerrar el Palacio de la Ópera calatraviano porque hay goteras peligrosas que lo cierre cuanto antes, no sea que una teja futurista y homicida le abra la testa a un guiri despistado. Y que ponga ya el cartel de ruina. Como a su gobierno. 

Imagen: elmundo.es

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