viernes, 7 de marzo de 2014

LA ODISEA DE KUBRICK


Van a cumplirse quince años de la muerte de Kubrick, el frío, metódico y obsesivo Kubrick. El cine deslumbrante e hipnótico del tío Stanley está más vivo que nunca y sus temas, lejos de haber quedado sepultados en el celuloide del tiempo, regresan una y otra vez a nosotros para avisarnos de que el ser humano está al borde de la catástrofe. Basta con ver el video atroz de esa niña de trece años de Sabadell que ha pateado la cabeza de una compañera como si se tratara de un balón de fútbol. Lo más terrible de estos tiempos que corren no es que haya gente que disfrute matando a gente sino que además se ha impuesto la moda macabra de colgar las imágenes del crimen en youtube como trofeo de caza y para disfrute sádico del personal. El ser humano nunca queda saciado de barbarie, siempre pide más. Pero no perdamos el hilo de la columna. Esa imagen de la adolescente asesina tratando de aniquilar a su víctima es un remake pavoroso de La naranja mecánica, acuérdese el lector de aquellos queridos drugos con bombín, bates de béisbol y hueveras que apaleaban mendigos, lo de la quijotera, el gran Ludwig Van, las sesiones de ultraviolencia y todo aquello, en fin, que nos puso los pelos de punta y nos anunció la venida de un nuevo fascismo socialmente más tolerado, más digerible, más solapado, pero igual de siniestro y brutal. Yo la Naranja la vi en una sesión de maratón de cine, Metropol-Valencia, diez obras maestras en una sola noche, un experimento que llenó la sala de culturetas que nos las dábamos de entendidos en Kubrick cuando en realidad íbamos a pillar cacho con la rubia de la clase que se sentaba en primera fila. Por aquellas fechas ya había leído el novelón magistral de Burgess, por eso no me esperaba que la cinta me aportara mucho más. Sin embargo, cuando vi los ojos psicópatas del pequeño Alex (Malcom McDowell) borrachos de violencia por la novena de Beethoven, cuando vi aquella mirada canina presta a matar, a violar y a robar sin ningún tipo de remordimiento humano comprendí que Kubrick era, además de un genio del cine, un profeta de la Historia. Hoy, varias décadas después, los augurios del maestro se han cumplido con la exactitud que había predicho en su película y dulces ninfas linchan a otras colegiales en la hora del recreo feliz y rudos picoletos se ensañan con el espalda mojada que llega exhausto a la orilla de su sueño y una tiparraca como Marine Le Pen alienta a las mocedades del nazismo en toda Europa con su discurso xenófobo, por no decir abiertamente racista. No cabe duda: la violencia social también tiene su propia dialéctica evolutiva y va in crescendo. Ha muerto Platón con sus valores eternos, ha muerto Marx con su igualitarismo utópico, ha muerto Dios en un acelerador de partículas y ahora el pequeño drugo Alex, ya sea en versión masculina o femenina (ellas han interiorizado la violencia de ellos) impone la ley de la selva, la ley del más fuerte. Así que hemos vuelto al principio de todo, cuando aquel mono de 2001 agarró el hueso homicida, le atizó en la chaveta a su congénere primate y lo lanzó al espacio, iniciando de este modo la odisea absurda del hombre a ninguna parte. El drugo Alex, hoy, se ha quedado viejo y pasado de moda. Una bárbara infantil de Sabadell lo ha adelantado por la derecha.  

Imagen: www.universocinema.com

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