Otegui ha salido de la cárcel enrabietado, resentido, echando pestes
por la boca como un perro rabioso. "Ahora soy más independentista que
nunca, en España hay presos políticos", ha dicho el líder abertzale ante
los periodistas que le esperaban a las puertas de la trena. Otegui es
como aquel japonés alucinado que encontraron escondido en la jungla
treinta años después de la guerra mundial y que aún creía que estaba en
medio del fragor de la batalla. Los siete años de sombra que se ha
chupado Otegui no han servido para hacerle entrar en razón, para hacerle
ver la cruda realidad: que la lucha armada fue un error, que ni la
independencia de Euskadi ni la de ningún Estado merecen mil muertos
inocentes; que su tiempo político ha terminado y su negocio de pistolas y
sangre se ha ido al traste porque nadie compra su producto. Hoy el País
Vasco vive en paz, una paz tensa pero paz a fin de cuentas, y de
aquella tragedia solo quedan unas cuantas pintadas borrosas en los muros
de Mondragón y una manifa aburrida por los presos los sábados tarde,
como muy cómicamente cuenta Dani Rovira en 'Ocho apellidos vascos'.
Nadie quiere saber del tiro tonto en la nuca y los que antes votaban la
gallofa de Bildu hoy votan a Podemos, un movimiento democrático y
legítimo, por mucho que el Gobierno cateto del PP quiera hacerlo pasar
por filoetarra. Otegui se ha quedado vintage tras siete años de trullo,
antiguo, atrapado por su pasado, como aquella magnífica película de Al
Pacino. Su peinado frankensteiniano sigue siendo tan horroroso como
siempre, algo más canoso y avejentado si cabe, y su puño cerrado sigue
al viento, aunque es un puño terco, absurdo, derrotado, el puño de un
terrorista que ya no asusta a nadie con sus cuentos de viejas, zulos y
bombas lapa. La razón es la muerte del fascismo, decía don Miguel, y así
es como la democracia ha vencido a los vampiros del hacha y la
serpiente a los que Otegui daba voz y voto. Otegui, Pancho Villa sin
ejército de la patria vasca, no solo ha salido de la cárcel sino del
pasado, de un mundo que ya no es, de una novela decimonónica de Baroja.
Su discurso del terror ha sido superado porque ahora el terror que se
lleva en todo el planeta es el de ISIS, que es mucho más bestial y vende
más periódicos. Arnaldo sigue carlistón como siempre, revolucionario y
dinamitero, solo que sus batallitas de la guerra vasca no se las cree
nadie y solo servirán para amenizar los delirios de cuatro borrachos
puestos de chiquitos en la herriko taberna. Con ETA vencida y olvidada
en una página triste y sangrienta de la historia, Otegui sale de la
cárcel como ese abuelo batallitas al que nadie escucha ya porque los
tiempos de las guerras inútiles han pasado y porque el vasco ya no
piensa en hazañas bélicas contra el español tirano e imperialista, sino
en vencer al peor de los fascismos: el que le niega el pan a sus hijos.
Otegui, falso héroe que ya no cuela, muñidor de tragedias y guerras
imposibles, que pida perdón a los cadáveres y a las víctimas y se vaya a
su casa con sus crímenes. O a cortar unos troncos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario