Confieso que con Pablo Iglesias tengo el corazón partío, como en aquella
vieja canción alejandrina. Me gustan sus ideales nobles y sus versos
rap sacados de la calle. Me gusta su carácter combativo e indómito y
hasta su coleta racial de cherokee de pura raza que saca de quicio a los
más mojigatos y repelentes de la bancada popular. Pero he de decir que
no me gustan nada ciertas formas que afloraron durante su bautismo de
fuego en la sesión de investidura. Subió al estrado dopado
de furia, excesivo, demasiado hormonado, como si no se hubiera tomado
la medicina esa mañana, y empezó a repartir estopa a diestro y siniestro
a las primeras de cambio, sin mucho sentido, sin un contexto que lo
justificara. No venía a cuento abrir una guerra extemporánea sin
provocación previa. Está bien sacar el látigo contra los mercaderes del
templo del PP y del PSOE y arrearles un mandoble de cuando en cuando,
porque a base de palos es como aprenden los pollinos, que decía mi
abuelo, pero repartir leña por repartir, a lo loco, ciegamente, es una
táctica que termina saturando y que se agota en sí misma. Un tipo que
está todo el rato enfadado amarga al personal, que se cansa y deja de
escucharlo por aburrimiento. Pablo gastó todas sus balas en el primer duelo, las malgastó vil y gratuitamente, de mala manera, y no solo
eso, sino que poniendo la crispación en el listón más alto, a partir de
ahora cualquier cosa que diga le sabrá a poco a su parroquia. Fue un error
echarle cal viva al PSOE, tratando de reducirlo a cenizas, y sacar a
pasear a los fantasmas de Lasa y Zabala, dios y Felipe González los
tengan en su gloria. Fue otro error montar un culebrón venezolano al
morrearse con Domènech y ofrecer su despacho para los amoríos de Andrea
Levy, como una vulgar alcahueta, algo que solo sirvió para degradar el
Parlamento (si es que no estaba ya suficientemente degradado y
embarrizado) y reducirlo a la categoría de barraca de feria. Todos esos
gestos desacralizan la democracia, que debe ser una cosa seria, y además
no contribuyen a nada, más que a seguir alimentando el espectáculo
circense en que se ha convertido la política española en los últimos
años. Pablo Iglesias puede ser un buen estadista si quiere, un hombre
con ideales aún sin contaminar y con ganas de cambiar las cosas, un líder
que puede resultar muy útil para reanimar a esta izquierda moribunda y
lánguida que agoniza entre el socialismo de salón del PSOE y la utopía
estéril e imposible de Anguita. Pero para ello tiene que quitarse
algunos tics televisivos que le perjudican y mucho: rebajar el tono,
limarse la soberbia, tirar de educación y elegancia y salir menos en la
Sexta. La televisión no solo engorda, sino que desgasta y falsea. Pablo
puede ser el nuevo Iglesias del socialismo, inteligencia y carisma no le
faltan. Pero tendrá que quedarse con el doctor Jekyll. Y meter en el
armario a Mister Hyde.
Viñeta: Igepzio
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