La Operación Lezo, que ha terminado con
la detención y prisión incondicional del expresidente de la Comunidad de
Madrid, Ignacio González, ha destapado toda la podredumbre que durante
años se ha estado gestando en el PP madrileño. De nada sirven ya las
excusas y coartadas de los altos dirigentes del PP que han atribuido los
casos de corrupción en el partido a “episodios aislados” o a la
persecución de un sector de la policía y de la Justicia con cierta
animadversión a los populares. Todo eso no son más que excusas que caen
por su propio peso. El caso Lezo no hace sino confirmar lo que todo el
mundo ya sabía: que la corrupción en el PP es sistémica,
institucionalizada, y que la mayoría de sus altos cargos figuran hoy
como imputados en alguna causa. Mirar para otro lado o guardar silencio,
como suele hacer el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que incluso
ha ido respaldando en público, uno por uno, a toda la recua de
políticos corruptos de este país, ya no sirve de nada. Rajoy pasará a
la historia como el presidente que se puso detrás de Camps, el que
calificó a Carlos Fabra de ciudadano ejemplar, el que ha apoyado a
Bárcenas, Ignacio González, Granados, Rato y tantos otros. Todo aquel
que es elogiado por el presidente termina en la cárcel. Por no colar, ni
siquiera cuela ya la vieja estrategia de echar las culpas a oscuras
conspiraciones o a persecuciones de la oposición, un paraguas malo que
no podrá capear todo el chaparrón de escándalos que salpican al
Gobierno.
En ese maremágnum de podredumbre se ha
producido, por fin y a la tercera, la dimisión definitiva de Esperanza
Aguirre. Sus dos dimisiones anteriores como presidenta del partido en
Madrid y de la Comunidad Autónoma habían sido de pega, de quita y pon,
un "me voy yendo pero no me voy". Tras dejar el último cargo que le
quedaba, el de concejal y portavoz del Grupo Popular en el Ayuntamiento
de Madrid, podemos decir que Aguirre ya es historia. Ni siquiera las
lágrimas de cocodrilo que la lideresa ha derramado en los últimos días
por su delfín González servirán de atenuante para mitigar tan bochornoso
espectáculo, una Aguirre que por cierto esta misma semana ha tenido que
prestar declaración como testigo por el caso Gurtel. Espe, la inocente y
cándida Espe, nunca sabe nada, pero su nombre siempre planea
sospechosamente en todos los sumarios.
Los delitos que el juez Eloy Velasco
imputa a Ignacio González son los más graves que pueden recaer sobre un
político en activo. Integración en organización criminal, blanqueo de
capitales, falsificación, prevaricación, malversación de caudales
público y fraude. ¿Qué más necesitaba Esperanza Aguirre para presentar
su dimisión? Ella fue quien colocó a González en el cargo, ella ha sido
quien lo ha defendido y sustentado durante todos estos años de
investigación, mientras el juez instructor iba acumulando pruebas
documentales irrefutables, testigos comprometedores y grabaciones
demoledoras contra el expresidente de la comunidad madrileña. Era como
si la señora Aguirre no se enterara de nada. Hoy, después de más de
cinco años desde que se destapara el escándalo, por fin se ha dado
cuenta de que esto no es un juego, de que su partido en Madrid, el
partido que ella ha dirigido, está podrido desde los cimientos hasta la
última planta de Génova 13, esa sede que fue pagada con fondos de la
mafia.
A Esperanza Aguirre y Gil de Biedma,
condesa consorte de Bornos y de Murillo, grande de España, se le ha
permitido todo durante demasiado tiempo. Ha mentido y se ha reído de los
españoles (como cuando dijo aquello de "yo destapé la trama Gurtel") ha
amparado y justificado a colaboradores cercanos acusados de delitos
gravísimos e incluso ha llegado a decir que ponía la mano en el fuego
por Ignacio González, cuando éste ya estaba siendo investigado por la
compra de un ático a través de un paraíso fiscal. Es cierto: ha puesto
la mano en el fuego y se la ha chamuscado. Cualquier político europeo
hubiera dimitido por mucho menos y mucho antes, pero Aguirre es una de
esas políticas de la vieja guardia de la derecha española que, sin haber
entendido bien lo que es la democracia, pretendían perpetuarse para
siempre en el poder, pasara lo que pasara. En 2012, perseguida por el
escándalo del caso Púnica, que afectó a otro de sus fieles
colaboradores, Francisco Granados, anunció una especie de "dimisión en
diferido", ya que si bien es cierto que decidió dejar su cargo como
presidenta de la Comunidad de Madrid, aquello solo fue una pantomima, un
teatrillo. Acto seguido, y para estupor de todos, incluidos los de su
propio partido, anunció que seguía en política, esta vez aferrándose a
un escaño de concejal en el Ayuntamiento de la capital, donde ha
ostentando el puesto de portavoz del grupo municipal del PP mientras
chapoteaba en el fango. Es decir, fue algo así como "me voy pero solo un
poco, me voy pero no del todo". Fue la dimisión más grotesca y patética
que se le recuerda a un político español y eso que en España ha habido
dimisiones ciertamente esperpénticas. El desparpajo, la desfachatez y la
frescura de esta señora ha llegado a tal punto que mientras sus
compañeros y colaboradores más allegados desfilaban por los juzgados,
ella se paseaba ufana y tranquila con su perrito Pecas sobre las ruinas y
solares en que ella misma ha convertido Madrid. Como si no hubiera
pasado nada, como si todavía siguiera siendo aquella aristócrata digna y
decente aparentemente limpia de polvo y paja que ganaba elecciones sin
bajarse del autobús. Pues no, señora Aguirre, no. Usted ya no es aquella
mujer, su tiempo ha pasado. Usted ha permitido que las instituciones
madrileñas se hayan convertido en un nido de golfos, ladrones y
aprovechados. Usted ha dejado que la democracia haya devenido en un
establo maloliente donde los corruptos se arrojan el barro a la cara en
medio del lodazal más repugnante. Usted, sin que entremos a valorar si
estaba o no en el ajo, que eso ya lo dirán los jueces, ha desprestigiado
las instituciones, causando un daño irreparable a los madrileños.
Ahora, señora Aguirre, pretende que nos creamos que su amigo y
confidente Ignacio González firmaba los contratos inflados con empresas
de gran calado como Indra o OHL sin que usted estuviera al corriente;
ahora pretende que nos traguemos que González manejaba los presupuestos
del Canal Isabel II (del que supuestamente ha desviado fondos por valor
de más de 23 millones de euros) sin que usted se coscara de nada; y
ahora pretende que nos zampemos que su hombre fuerte, su mayordomo de
confianza, ofreció 173 millones de euros a OHL para zanjar el fiasco
escandaloso del tren a Navalcarnero sin que usted se enterara de la misa
la mitad. ¿Dónde estaba usted, señora Aguirre, cuando todos estos
asuntos se cocinaban en la ventanilla contigua a su despacho? ¿Dónde
estaba cuando los mafiosos jugaban con el dinero de los madrileños,
cuando se dilapidaban millones y millones de euros y cuando los
filibusteros especulaban hasta con el agua de los ciudadanos?
Y todavía se permite ir de mujer digna y
pulcra por los pasillos y salones de la política española. Resultaría
cómico de no ser tan triste.
Llegados a este punto, a la lideresa
solo le quedaba una salida airosa. La que ha tomado a regañadientes y
sin duda forzada por Rajoy: presentar su dimisión e irse a su casa, ya
que el estanque está tan lleno de "ranas", como ella dice, que ni
siquiera se ve el agua. Es hora de que el PP se tome en serio el
problema de la corrupción y limpie su casa, no solo porque está en juego
su propia supervivencia como partido, sino la salubridad de la
democracia española, que cada vez que estalla un nuevo caso sufre un
perjuicio irreparable. Urge que el Partido Popular afronte esta etapa
negra de su historia y haga examen de conciencia (arrepentimiento y
propósito de enmienda, si es preciso, ya que sus miembros son tan
católicos). Urge que depure a los representantes públicos que están
implicados en asuntos turbios, no solo en Madrid, sino en Valencia −otra
comunidad autónoma infestada de cargos contaminados−, en Murcia, donde
35 de sus 45 municipios están manchados por delitos muy graves, y en
todas las regiones y ayuntamientos donde afloren casos de corrupción.
Hoy, más que nunca, se antoja imprescindible la regeneración, la vuelta a
unos mínimos valores éticos que el PP ha olvidado, que se refunde si es
necesario tras expulsar a todos los miembros de la vieja guardia
incursos en procedimientos judiciales, que son muchos. No es hora de
juegos semánticos ni de coartadas cortoplacistas. Ya no es tiempo de
circunloquios ni discusiones bizantinas sobre cuándo debe dimitir un
político, si al ser imputado, si tras ser acusado, en el auto de
procesamiento o cuando le llega la hora de la sentencia. Eso ya es lo de
menos. Aquí lo realmente importante a estas alturas es que cualquier
cargo público cuyo nombre aparezca en un sumario de corrupción abandone
su escaño de inmediato por decencia, por respeto a la ciudadanía y por
responsabilidad política. Pero que se vaya con todas las de la ley. No
como había hecho hasta ahora Espe Aguirre, esa funambulista de la
política que, mal que le pese a ella y para fortuna de todos, ya es
historia. A casa como una jubilada, que es lo que toca, y a escuchar
cómo cantan las ranas.
Viñeta: Ben
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