(Publicado en Revista Gurb el 12 de mayo de 2017)
La victoria de Emmanuel Macron en las
elecciones presidenciales del pasado domingo en Francia han sido como
una barrera de contención ante el ascenso meteórico que estaba
registrando el partido ultraderechista Frente Nacional, liderado por la
populista Marine Le Pen, y de paso un balón de oxígeno para la
maltrecha Unión Europea, que tras el Brexit atraviesa por el peor
momento de su historia. De haber ganado Le Pen, la sombra del Frexit, la
salida de Francia de la UE, hubiera sido inevitable, y el viejo
continente podría haber retrocedido ochenta años atrás, concretamente a
los tiempos anteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un peligroso
proceso de involución histórica. Macron, un exbanquero europeísta y
liberal con cierto atractivo físico, ha conseguido convencer a las
clases medias francesas de que el país necesitaba apostar por la
moderación en un momento delicado marcado por la crisis económica, la
oleada imparable de refugiados y el terrorismo yihadista de ISIS,
factores de desestabilización que estaban siendo astutamente
aprovechados por Le Pen para construir un discurso demagógico que ha
calado en la sociedad y que ha convencido a uno de cada tres votantes
franceses de que la causa xenófoba ultraderechista es la panacea para
resolver los problemas del país.
Sin duda, la victoria de Macron era la
menos mala de las soluciones, no solo para Francia, sino para Europa, y
también para España. Con Le Pen sentada en el Palacio del Elíseo, y tras
la humillante victoria de Donald Trump en Estados Unidos, lo que nos
esperaba era más nacionalismo francés, un retroceso en las libertades y
derechos civiles, la imposición de un sistema económico cada vez más
injusto, el racismo como programa político y la extinción definitiva y
total del espíritu europeo, que ha servido, entre otras cosas, para que
los estados de la Unión puedan disfrutar del mayor periodo de paz y
prosperidad de la historia. No vamos a ser nosotros quienes defendamos
aquí a Macron, un calco del español Albert Rivera al que tanto hemos
criticado en estas páginas. El nuevo presidente de la República Francesa
no deja de ser un representante del centro-derecha francés de toda la
vida, un conservador neoliberal que sin duda no va a introducir cambios
revolucionarios en el injusto modelo económico-laboral de Francia, pero
al menos sabemos que es un demócrata, un hombre que apostará sin ambages
por los derechos civiles y por las grandes conquistas políticas y
sociales que se alcanzaron en el país galo durante la Revolución
Francesa, allá por 1789.
Con Macron, valores como la libertad, la
igualdad y la fraternidad seguirán estando protegidos y vigentes,
mientras que la intolerante y dura Le Pen, muy a su pesar, tendrá que
esperar al menos otros cuatro años para imponer su ideario
pseudofascista basado en un patriotismo napoleónico de pandereta que
debería estar felizmente superado en el siglo XXI, en la hegemonía del
Estado sobre el individuo, en el capitalismo salvaje y en la xenofobia
como seña de identidad. Lo menos malo que se puede decir sobre la
ideología que practican Le Pen y los más de diez millones de franceses
que la han votado es que, cuanto menos, no es decente ni humanista, por
mucho que algunas estrellas mediáticas de las tertulias políticas como
Jorge Verstrynge se empeñen en diferenciar entre los regímenes
totalitarios que se impusieron en Europa en los años 20 del siglo pasado
y este nuevo fascismo de aspecto edulcorado y amable. El fascismo es el
fascismo, no se puede ser un poco fascista o muy fascista, como tampoco
se puede ser un poco demócrata o muy demócrata. O se es o no se es, y
el señor Verstrynge debería saberlo, él que precisamente perteneció a lo
peor de la infame ultraderecha española de los primeros tiempos de la
Transición española. Llamemos a las cosas por su nombre. Que una líder
como Marine Le Pen sea mujer, rubia, universitaria y un rostro afable
que en principio no despierta el temor que Hitler infundía en el mundo,
no significa que detrás de esta ella no haya un programa político ultra y
siniestro ciertamente inquietante capaz de poner en peligro lo mejor de
las conquistas democráticas.
Puede que Le Pen no suelte los
exabruptos terroríficos contra judíos y negros que lanzaba Hitler desde
el atril en sus buenos tiempos, puede que de su boca no salgan
espumarajos verbales sobre la superioridad de unas razas sobre otras y
la aniquilación total del comunista, pero en cierta manera, y en un
cierto grado algo más atemperado, no le hace ascos a muchas de las
medidas racistas que ya proponía el régimen hitleriano. Estamos
convencidos de que el fascismo blando de Le Pen nunca podrá llevar al
extremo sus ideas anacrónicas e inútiles sobre la supremacía de los
blancos, como también lo estamos de que jamás podrá repetirse en Europa
un pogrom basado en los campos de concentración y en las ejecuciones en
masa, pero resulta evidente que en su ADN político está levantar muros,
permitir que miles de sirios mueran ahogados en el Mediterráneo o
permanecer impasible mientras cientos de niños refugiados enferman de
hambre y frío, durante el invierno, en los campos europeos. Salvando las
distancias, Le Pen es una fascistilla en acto que puede llegar a ser
una fascistona en potencia en el caso de que alguna vez los franceses
decidan darle votos y confianza suficiente para llevar a cabo sus
delirantes y descabelladas ideas políticas. Recordemos que el fascismo
no surgió de la noche a la mañana, sino que siguió una evolución lógica
desde las cervecerías de Baviera hasta la quema del Reichstag y el
estallido de la Segunda Guerra Mundial. El fascismo es una serpiente que
muta y va cambiando de piel para adaptarse a los nuevos signos de los
tiempos. Hace noventa años el fascista llevaba un brazalete con las
esvástica en el brazo y se paseaba orgulloso y ufano por las calles de
Berlín o París; hoy se sienta anónima y plácidamente en el sillón del
consejo de administración de alguna gran multinacional.
Macron tiene por delante cuatro años
para empezar a solucionar los problemas de Francia, que son también los
problemas de Europa. Bruselas, y sobre todo Angela Merkel, deberían
hacer todo cuanto esté en sus manos para ayudarle a empezar a
transformar las políticas de austeridad en medidas auténticamente
sociales que lleven algo de alivio a los millones de ciudadanos europeos
que tras la crisis económica se han quedado sin trabajo y sin futuro y
que configuran el caldo de cultivo perfecto para que florezcan partidos
ultranacionalistas que como el Frente Nacional prometen orgullo y mano
dura contra las razas inferiores culpables de los males de la sociedad.
Le Pen, acechante, espera su momento. El fascismo siempre está ahí,
agazapado, paciente, aguardando las debilidades y decadencias de la
democracia para llegar al poder. Si Macron y Europa fracasan en la
construcción de un nuevo espacio europeo basado en el Estado de
Bienestar, una Europa de las personas, no del capital, donde los
ciudadanos se sientan protegidos y amparados, dentro de cuatro años
tendremos que asistir al triste espectáculo de tener que ver cómo la
líder de un partido político ultraderechista y xenófobo usurpa el
Gobierno del país que vio nacer los derechos humanos. Sería un drama
para el mundo.
Tras las elecciones, el exprimer
ministro, Manuel Valls, ha anunciado la muerte del Partido Socialista
Francés, algo impensable hace solo cinco años, y su consiguiente
candidatura de apoyo a Macron. La socialdemocracia en toda Europa,
también en España, agoniza mientras millones de trabajadores buscan
nuevos referentes políticos. El nacionalsocialismo no puede ser una
alternativa para ellos. No debe ser una opción. Ya ocurrió en los años
veinte del pasado siglo y ya sabemos cómo terminó todo aquello. Sería un
error histórico de incalculables consecuencia que los europeos
apostaran de nuevo por partidos nacionalistas y xenófobos como el Frente
Nacional que en el pasado solo llevaron guerras, destrucción y horrores
inimaginables a toda Europa. Por esa razón, mientras la izquierda se
rearma, debe acogerse con alivio moderado que un político como Macron
se haya alzado con la presidencia de Francia, frenando los delirios de
Le Pen. Sin duda es una buena noticia para todos. Cualquier cosa menos
el brazo en alto y los cánticos hitlerianos.
Viñeta: Becs
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