(Publicado en Revista Gurb el 14 de abril de 2017)
Nazarenos y beatas, cirios y mártires
ensangrentados, vírgenes de oro, brumas de incienso y borracheras de
vino malo. Señoras y señores, estamos en Semana Santa, esa fiesta
ibérica que ha quedado para llenar los bares de guiris y para que la
Guardia Civil nos calque la cartera, inmisericordemente, con el radar
infalible de la Operación Salida. España sigue siendo el pueblo más
católico de Europa, del mundo me atrevería a decir, pero mucho me temo
que esto de la Semana Santa, como la Navidad y el día de Todos los
Santos, ha perdido gancho religioso y ha devenido en mero evento
turístico-folclórico. Aquí la mayoría ya no habla de cómo estuvo el
encierro de la Macarena o del Cristo de Medinaceli, sino del buen tiempo
que hizo, del llenazo en las plazas hoteleras, del bajón del paro con
el aluvión de camareros y sobre ese camping barato en la Alpujarra donde
le dejan a uno llevar al perro y a la suegra.
El personal, salvo la COPE y cuatro
cofradías de encapuchados empeñados en seguir metiendo miedo por la
calle, pasa mucho de la imaginería de Gregorio Fernández, Juan de Juni,
Salzillo o Berruguete y estos días los dedica más bien a estar tirado en
un caluroso aeropuerto, en medio de una huelga incendiaria de pilotos, o
en una estación llena de trenes averiados, que la Renfe siempre será la
Renfe. Al menos antaño, con el 600, el turista culminaba con éxito la
romería a la Manga del Mar Menor; hoy se conforma con pasar unas
vacaciones en el balneario aéreo de Barajas, que por lo visto relaja
mucho. Hasta en eso vamos para atrás. Quiere decirse que hemos
renunciado, afortunadamente, a aquella "salubridad melancólica" de la
religión de la que hablaba Felipe II. Y es como tiene que ser. La
Iglesia, con sus desfiles góticos, sus cirios cistercienses y sus beatas
ricas de lencería cara nos muestra cada año, descarnadamente, el gran
espectáculo del dolor y de la muerte. El viejo mensaje sin reciclar de
arrepentíos pecadores o iréis al infierno. Una puesta en escena que
metía miedo en el siglo trece pero que hoy está felizmente superada
porque nadie se la traga, salvo los de Hazte Oír, y ya ni esos, que todo
lo hacen por sus cinco minutos de gloria en el programa de Ferreras.
Por fortuna, la Semana Santa cada año es menos santa y más pagana, no
hay más que darse una vuelta por Magaluf estos días. Aquello sí que es
una orgía romana. "El cristianismo podría ser bueno, si alguien
intentara practicarlo", decía Bernard Shaw, solo que nadie lo intenta ya
porque nadie lo ha entendido bien, como el marxismo, y cuando tratan de
llevarlo a la práctica salen cosas aberrantes como esa propuesta del PP
de Barcelona de rescatar solo a los refugiados cristianos. Y a los
niños moritos que les den bombazo. Dos mil años de cristianismo para
llegar a esa mierda de conclusión.
Los pueblos evolucionan quitándose de
encima el yugo de los espíritus y chamanes (quien dice chamán dice
obispo franquista) y poniendo la razón del ser humano en el centro del
universo, que es donde tiene que estar. De otra manera aún no habríamos
salido de la tenebrosa Edad Media, qué digo de la Edad Media, de los
sumerios y los acadios. Y si no miren ustedes en qué han terminado, por
un exceso de hormonas religiosas, todos esos yihadistas que primero se
lían la manta a la cabeza y después la lían con el chaleco bomba. Una
ordalía de sangre, un sindiós. Qué manía les ha entrado con matar gente.
Así es la religión llevada al extremo: irracional, exacerbada, fuera de
madre. Una sobredosis de religión radicalizada y fuerte es peor que un
chute de coca adulterada y achicharra muchas neuronas. La religión mal
entendida es como el capitalismo salvaje, o le ponemos coto o nos lo
pone ella a nosotros. Y para muestra un tuit. Se empieza por matar un
cabrito en sagrado sacrificio y se termina torturando brujas,
dilapidando adúlteras o quemando negros en Nueva Orleans, un deporte que
vuelve a estar de moda con el locuelo Trump, el de la madre de todas
las bombas. Los rezos y santos deben quedar como algo íntimo, personal
de cada cual. Exhibirlos en procesión pública es un vestigio de los
antiguos egipcios, que sacaban a pasear a sus momias para que se
airearan, además de un foco de atascos y carteristas y un trastorno para
los peatones, sean laicos o no, a los que se les cortan las calles sin
preguntar. Hagamos un referéndum de autodeterminación de la Iglesia
católica. No se atreven. Es mejor seguir tirando con el concordato
caducado.
La religión es algo que está muy bien
cuando quien la profesa encuentra paz espiritual en ella y lleva esa paz
a los demás, pero cuando sirve como arma arrojadiza la cosa se nos va
de las manos y principian las guerras santas, las cruzadas, los cruentos
exorcismos, las barbas sucias sin afeitar, las misas en TVE y el obispo
Reig Pla echando espumarajos por la boca contra abortistas y sodomitas.
Pero no nos pongamos demasiado rojeras, que luego nos llama a capítulo
la Audiencia Inquisicional. Disfrutemos de las cosas buenas de esta
fiesta tan entrañable y tan nuestra: la manzanilla de Moriles, la Mona
de Pascua –sin duda una celebración surrealista en honor a Tarzán– las
torrijas que están para chuparse los dedos, el péplum de Kubrick sobre
Espartaco, que sigue resultando sublime aunque lo repongan mil veces, y
los indultos para delincuentes menores, siempre que no sean Bárcenas,
Rato o Blesa los agraciados. Por cierto, cuentan que un jugador de
baloncesto ha subido unas fotos a Instagram en las que confunde a los
nazarenos con los del Ku Klux Klan. Por algo será.
Viñeta: El Koko Parrilla y El Petardo
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