(Publicado en Diario 16 y en Revista Gurb el 23 de junio de 2017)
Cuarenta años de democracia. Cuarenta
años desde aquel 15 de junio del 77, cuando nos explicaron que una urna
era una cosita de cristal que servía para votar de vez en cuando y poco
más. No lo habíamos hecho nunca, estábamos vírgenes de libertad los
españolitos. El Tío Paco acababa de estirar la pata, como quien dice, y
se votaba con miedo y vergüenza, como ese adolescente impetuoso ávido
por tocar la primeriza piel. "¿A quién va a votar usted, señora?", le
preguntaba el típico periodista progre a una ama de casa de las de
antes, una española sencilla, decente y madre de sus hijos, como
ordenaba la Santa Madre Iglesia. "No lo sé. Lo que me diga mi marido",
respondía la pobre. Qué sabía ella lo que era eso de la democracia, la
Constitución, la separación de poderes, la ley D’Hondt. Un lío, cosas de
la vida moderna. Y es que nadie se enteraba de nada, éramos analfabetos
políticos, incultos electorales, un pueblo dirigido, como hemos sido
siempre. Entre las películas de Concha Velasco y las suecas de Benidorm
vivíamos las ficciones de un falso país. Pero aun así, la gente empezaba
a despertar y gritaba y cantaba por la calle: libertad, libertad, sin
ira libertad.
Entonces nadie creía que la democracia
fuera a llegar tan lejos. Los grises repartían hostias en cada esquina,
las barricadas echaban chispas, las lecheras se llenaban de rojos y
maleantes (que para el caso era lo mismo) y el ruido de sables
cuarteleros se escuchaba en todas partes. España se empapelaba de
propaganda histriónica y hortera, salían profetas de la democracia de
debajo de las piedras, guapos y feos, calvos y jipis, marxistas y
falangistas, un partido en cada pueblo, un mitin en cada barrio. Todo el
mundo quería hablar, saber, leer, escribir, aprender, debatir. Había
hambre pero con dignidad. Miedo pero también ilusión. Sobre todo
ilusión. Suárez nos cameló con el "puedo prometer y prometo", José María
Íñigo nos metió el demonio de la tele en el cuerpo y la Cantudo nos
enseñó el virgo, dejándonos boquiabiertos tras cuarenta años de coitos
religiosos con la luz apagada. Agg, sííí, aquello debía ser el aroma
lascivo de la libertad.
Nos tragamos el cuento de hadas de la Transición, nos metimos El País
bajo el brazo para parecer más modernos y repetimos hasta la saciedad
que ya éramos Europa, una potencia avanzada digna del G20. Todo se hizo
deprisa y corriendo, atropelladamente, porque llegaban los milicos con
el todo el mundo al suelo. No teníamos cultura democrática, fingíamos
que la teníamos, y en cierto modo seguimos sin tenerla. Fue un
prodigioso teatro de variedades. Por un momento nos creímos la gallofa
de que aquí íbamos a vivir como los suecos, el Mercedes en la puerta y
el chalé con piscina en Torrevieja Alicante, como decían los del Un, Dos, Tres.
Nos prometieron que esto iba a ser una revolución, el acabose, y que
después de unos años no quedaría ni rastro del botijo, la boina y el
burrotaxi. A España no la iba a conocer ni la madre que la parió, como
anunció Guerra, otro profeta. En cierta manera era verdad porque hoy el
divorcio es legal, las mujeres pueden abortar, los gays se casan,
todavía hay libertad de expresión y de prensa (Fiscalía mediante) y uno
no termina con sus huesos en la cárcel solo por ser comunista. Pero no
es oro todo lo que reluce. Con el tiempo se vio que Franco había dejado
la cosa bien atada, no pudimos elegir entre Monarquía o República, el
Valle de los Caídos sigue proyectando su sombra tenebrosa después de
tantos años, las cunetas están llenas de cadáveres de la Guerra Civil
(sin que la derecha lo condene), la Fundación Francisco Franco vive de
nuestra pasta, la Iglesia marca los tiempos al Gobierno y uno de cada
cuatro españoles es un paria marginado. Eso sin contar con que no se ha
resuelto el secular problema vasco ni el catalán. El sueño español se ha
tornado en pesadilla, hemos despertado por fin de la fábula, y quizá
por eso nos hemos vuelto escépticos, incrédulos, ateos de fe política.
Hoy no son pocos los que reniegan del 78, y blasfemamos contra los
cuatro evangelistas, o sea Adolfo, Felipe, Santiago y Manuel. Pues amén.
¿Qué queda entonces hoy de aquel western
formidable que fue la Transición? Poco o muy poco. Tanto esfuerzo y
trabajo para terminar en un presidente del Gobierno que se dedica al
humor, no a la política. Tanto esfuerzo y trabajo para acabar en unos
juzgados repletos de patriotas con los bolsillos llenos, las cuentas
suizas rebosantes y el carné del partido tiznado de coca y semen. Tanto
esfuerzo y trabajo para terminar en las nutridas colas del paro, en la
pobreza energética, en la pensión de mala muerte y en la
escuela/crematorio, donde nuestros jóvenes se cuecen de calor, de
fracaso escolar e indiferencia. Han sido cuarenta años trepidantes,
cuarenta, una odisea loable en la que los españoles hemos cambiado tras
pasar por todo, superando las pruebas más duras y difíciles: un dictador
que no se moría nunca, un fascismo contumaz, un Rey reciclado metido
con calzador, un golpe de Estado felizmente superado, un nacionalismo
enquistado, una UCD demolida, un felipismo traidor, una Europa de
capitalistas, una OTAN para toda la vida, una EXPO de cartón piedra, una
Olimpiada carísima, un aznarismo retrofranquista, un pelotazo tras
otro, un zapaterismo pueril y bisoño, una ETA derrotada, once huelgas
generales, una reconversión industrial, un 11M y un 15M, una corrupción a
mansalva y un miura de crisis que se nos ha llevado por delante,
empitonados, como la corná mala del torero Fandiño. Toda una aventura
colectiva, todo un galdosiano episodio nacional para terminar en esto
que tenemos hoy: un gallego mediocre que fuma puros mientras lee el Marca y un Gobierno podrido de arriba abajo que sigue ganando elecciones con el cincuenta por ciento de abstención.
La Transición fue algo bueno, un logro
colectivo y humano trascendental, la concordia, los pactos de la Moncloa
y toda aquella milonga que no era del todo verdad, pero que nos sirvió
para ir curando heridas (que no cerrando) y saliendo de la cueva
franquista. Sin embargo, hoy está todo por hacer. El régimen amenaza
ruina, urge un chapa y pintura, el estado plurinacional, la reparación
moral de las víctimas del franquismo, el referéndum necesario sobre
Monarquía o República y un sistema económico mucho más justo y
equitativo que asegure el hospital y la escuela pública, el empleo, la
vivienda y un salario mínimo digno, derechos vilmente usurpados a
millones de españoles a golpe de recortazo. Aquel 15 de junio del 77 fue
una fecha histórica, titánica, algo sin duda para recordar con
agradable nostalgia porque todo se veía con inocencia y esperanza y la
sombra funesta del dictador quedaba atrás. Pero no nos engañemos: nos
hemos quedado a medias. España seguirá siendo una democracia de segunda
división, solo formal, todo para el pueblo pero sin el pueblo, mientras
el cacique siga en el poder y millones de españoles vivan condenados a
la pobreza, a la explotación como personas y trabajadores y a la
marginación social. Sin dignidad no hay libertad. Que no tengan que
pasar otros cuarenta años para que nos demos cuenta de que esta
democracia que nos han vendido tiene truco.
Viñeta: Luis Sánchez
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