Las estadísticas confirman que el virus se está propagando de forma preocupante entre los más jóvenes. Alegres botellones, clandestinas fiestas privadas y concurridas discotecas de verano son el caldo de cultivo perfecto para la transmisión del covid-19. Una vez más, virus y estupidez humana forman un binomio tan efectivo como letal. Mientras tanto, Lleida vuelve al confinamiento; los hospitales aragoneses se llenan de gente; y Totana retorna al estado de alarma por un rebrote en un pub nocturno. La industria y la agricultura de esas comarcas paralizadas; los comercios cerrados. La economía arruinada, pérdidas millonarias. Eso sí, los chavales felices y contentos en su egosfera veraniega. No estropeemos su lujuriosa y sagrada adolescencia. No los molestemos con mascarillas obligatorias ni con sacrificios o civismos por el bien de la sociedad y del país. No interrumpamos su constitucional derecho a la rave salvaje, al narcótico botellón y al polvete rápido. Garrafón y beso negro por la noche; dormir la mona y pasarle el bicho a la abuela por el día. Vivir deprisa y dejar bonitos cadáveres (los de otros, claro está). Que les den a los carcas; no es país para viejos.
El distópico nuevo mundo poscovid que se nos viene encima como un tsunami aterrador pertenece a esa nueva juventud
fría, ensimismada e indolente que pasa mucho de estados de alarma, de emergencias sanitarias y compromisos sociales y cívicos. Nos aguarda un futuro
negro darwinista donde los más fuertes −los jóvenes agraciados por la inmunidad de rebaño− vivirán su comuna de perpetua diversión sin miedo a la pandemia, mientras los viejos morirán solos y abandonados en el sórdido gulag del geriátrico privatizado por el PP. Un mundo de sanos mozalbetes, de rubios narcisos invulnerables al virus. Un mundo de niños-cíborg debidamente anestesiados por las fotos frívolas de Instagram, los potingues y cosméticos naturistas, el hedonismo vegano y el culto al cuerpo de gimnasio. Mozallones que nunca leen libros ni ven cine clásico. Mastuerzos esculturales, apolíneos, de músculo fibroso y bien alimentado pero anémicos de valores intelectuales y espirituales que no ven
más allá de sus estúpidos tatuajes, de sus likes en Twitter y de su verano a tope en playas paradisíacas, barbacoas y orgías nocturnas.
Cada tarde el telediario vomita el parte de bajas del coronavirus al que nos hemos acostumbrado. Ya estamos habituados a convivir con el terror cotidiano. Doscientos contagiados, quinientos, mil, qué más da. Sin embargo, pese a nuestra inconsciencia, el virus sigue estando ahí, en cada esquina, en cada autobús, en cada ascensor. El turismo se ha hundido, los hoteles y bares cierran por miles, España va camino de una inmensa ruina de posguerra. Los expertos predicen que otro confinamiento a causa de una segunda oleada de la pandemia resultaría letal para nuestro país. No hay economía que resista un nuevo episodio como el del marzo negro, cuando se decretó el estado de alarma en todo el territorio nacional. De repetirse la pesadilla nos veríamos abocados, inevitablemente, a una nueva Edad Media, al trueque y la gallina, al taparrabos, como dice el siempre amarillista Eduardo Inda. Ni diez rescates de Bruselas debidamente recortados por los países "frugales" nos salvarían de ese Armagedón económico. Y pese al terrible panorama, pese a la magnitud de la tragedia, la juventud, nuestra juventud, esa que hemos malcriado a golpe de planes educativos fracasados, de nefastos informes PISA y de un paro galopante, solo piensa en el colocón veraniego en una especie de gran suicidio etílico colectivo en la discoteca de moda. Hoy comprobamos las consecuencias de todo aquello. Decidimos dejar de enseñarles a Sócrates y Platón, los vaciamos de valores éticos y nobles ideas y les pusimos el inefable oráculo de Google entre las manos para que se ahorraran el esfuerzo de pensar. Ahora son incapaces de distinguir un acto de verdadero altruismo responsable y solidario de una pirueta en el trampolín de la piscina en la tediosa urbanización.La muchachada de la "Generación Covid", nihilistas que han abandonado cualquier esperanza de cambiar el mundo y cualquier conato de revolución, dan por bueno el precio a pagar por la nueva situación: una borrachera multitudinaria y sin mascarilla de madrugada a cambio de matar al viejo o a la vieja, de una neumonía, a la mañana siguiente. Es la nueva ley determinista que se acabará imponiendo, la consecuencia de la anarquía vírica y tecnológica de este enloquecido nuevo orden mundial, un universo Mad Max donde el más fuerte sobrevive y el más débil perece sin remedio.
Los chicos españoles no quieren saber nada de las recomendaciones del doctor Simón para prevenir el contagio y la descontrolada curva epidémica, que era necesario aplanar a toda costa hace solo unas semanas, no le interesa a nadie. La única curva que seduce a nuestros juerguistas adolescentes es la curva de la felicidad. Tampoco les preocupa el caos económico que se avecina, ni el consiguiente ascenso de los fascismos en Europa, ni la Guerra Fría entre Estados Unidos y China, que la historia hay que leerla y leer siempre es un peñazo que le quita tiempo al running. Los jóvenes ya solo viven para sus fiestas salvajes y su carpe diem, un trepidante Decamerón en los pubs de Ibiza. Las nuevas generaciones no solo son asintomáticas en lo vírico, también son asintomáticas en lo emocional, en lo social y en lo político. Decía Bernard Shaw que la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Lamentablemente, este síndrome colectivo juvenil marcado por una profunda desesperanza, un rabioso egoísmo y una suicida cultura hedonista no lo eliminan ni los sesudos virólogos de Oxford, esos que creen estar a un paso de la ansiada vacuna. Una misión inútil, por otra parte, ya que los científicos podrán encontrar un antídoto para el covid, pero el virus más mortífero que existe, el de la estupidez humana, ese no lo extirparán jamás.
Viñeta: Igepzio
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