A Marsé quisieron utilizarlo los nacionalistas de uno y otro bando, aunque él siempre se alejó de fanatismos políticos para centrarse en lo que realmente le interesaba: diseccionar el mundo y la condición humana en sus más profundos estratos. "Estoy harto de explicar por qué no escribo en catalán; creo que sólo hay una cultura catalana, la que se realiza en catalán y en castellano, la que realizan los ciudadanos de Cataluña". No cabe duda de que el maestro artesano de la novela española estaba por encima del bien y del mal, elevándose sobre la mezquindad del barro político, y quizá por esa libertad para decir lo que pensaba y lo que creía que había que decir en cada momento se granjeó el odio del “nacionalismo catalanista oficial”, ese que siempre sintió alergia y aversión por la figura del "españolista" Marsé. Pese a todo, el escritor nunca se vio a sí mismo como un valiente por no haberse sometido a la "omertà" independentista (tampoco al chantaje de los españoles más carpetovetónicos). No era uno de ellos y punto. Y no lo era precisamente porque él pertenecía a otro universo mucho más fascinante y rico que el de la bandera, la arenga patriótica barata y la quema de símbolos del adversario. Como suele ocurrir con los grandes genios, su reino no era de este mundo, y él prefería habitar en el territorio de la imaginación, junto a sus prodigiosos personajes del barcelonés barrio del Guinardó rebosante de material humano para mil novelas: charnegos y raterillos en Vespa, exóticas putas del barrio chino como princesas de los Mares del Sur, bares decadentes con tufo a calamares y canciones de rocola, guiris tostándose en la playa de la Barceloneta y mansiones modernistas donde las niñas pijas de los señores de Canaletas retozaban entre jardines, piscinas y palmeras caribeñas.
Pero, ante todo, Marsé fue un niño que sufrió el trauma del abandono. A la muerte de su madre tuvo que ser adoptado por un matrimonio de la capital y de ahí le vinieron los apellidos Marsé Carbó. Como todo huérfano, a falta de raíces y biografía genética tuvo que inventarse una vida. Pronto dejó los estudios para dedicarse al oficio de joyero y luego trabajó durante un tiempo en la revista cinematográfica Arcinema. El cine siempre fue otro cosmos fabuloso en el que, trenzando realidad con fantasía, el joven Juan forjó cuentos, sueños y personajes. Luego llegaron los primeros relatos en Ínsula y El Ciervo y la primera novela Encerrados con un solo juguete. La España asfixiante de aquellos años se le quedaba pequeña, demasiado soporífera y rancia, insoportable, así que en 1959 marchó a París. Allí fue profesor de español, traductor y mozo de laboratorio en el Instituto Pasteur. Más vidas paralelas, más Marsés, más disfraces para el sumo hacedor de novelas.
De vuelta a Barcelona, publicó Esta cara de la luna, repudiada por el propio autor y desterrada del catálogo de sus obras completas. Fue redactor jefe de una revista, por decir algo, ya que los periodistas que tuvo a su cargo aseguran que al maestro no le gustaba trabajar, ya que lo suyo era escribir, algo que hacía como los ángeles.
Tras casarse con Joaquina Hoyas y tener a sus dos hijos, Alejandro y Berta, empezaron los títulos legendarios de las letras españoles: La
oscura historia de la prima Montse, El amante
bilingüe, El embrujo de Shanghai, Si te dicen que caí, La muchacha de las bragas de oro y sobre todo Últimas tardes con Teresa, un relato universal de amor imposible pero también una historia sobre ricos y pobres, burgueses y marginados, triunfadores y fracasados. El ficticio romance entre esa joven
universitaria rubita, burguesita y falsamente rebelde y el Pijoaparte, un maromo de la calle, un morenazo ladrón de
motos sin oficio ni beneficio que se hacía pasar por obrero militante revolucionario, es la metáfora perfecta de un país traumatizado por la posguerra, castrado y partido por la mitad, sin posibilidad alguna de redención ni de lograr la auténtica felicidad. Fiel a su estilo y reacio a las modas, Marsé siempre construyó la ficción sobre su propio mundo personal con los materiales de la arquitectura realista, el realismo social, sin perder de vista la experimentación, la vanguardia y el humor.
Tantas buenas letras solo podían culminar con el Premio
Cervantes, algo que ocurrió en abril de 2009 y que ponía el punto final a una mítica odisea literaria, la del huérfano que tuvo que construirse a sí mismo para regresar a su Ítaca vital, un viaje que dicho sea de paso jamás hubiese sido posible sin el impulso de la eficiente editoria Carmen Balcells, la ‘Mamá Grande’ de la literatura, como la bautizó Vargas Llosa. Hoy lloramos una pérdida irreparable. Se nos ha ido el más grande del siglo XX. Nuestro Faulkner español.
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