(Publicado en Diario16 el 13 de febrero de 2023)
Carlos Saura, el último cineasta clásico español, se nos ha ido este fin de semana. Formidable indagador de la condición humana, nos lega títulos indispensables de nuestra cinematografía como La caza, Peppermint frappé, Elisa, vida mía o ¡Ay, Carmela! Algunos críticos hablan ya del cuarteto de maestros, una especie de compendio esencial que resumiría lo mejor de nuestra filmografía patria en la que estarían Luis Buñuel, Luis García Berlanga y Pedro Almodóvar. Ahí es nada.
Durante el franquismo, Carlos Saura luchó contra la censura mientras dejaba constancia de los males del país en sus películas y se labraba la gloria internacional en festivales hasta ese momento cerrados a los pesos pesados de Hollywood. La Academia de Cine iba a premiarle en la gala de los Goya del pasado sábado, pero la muerte, siempre tan inoportuna, se cruzó en su camino antes de que pudiera recoger el merecido galardón por toda una carrera. Así que Saura no pudo disfrutar en vida de ese momento en el que sus paisanos iban a agradecerle tanto talento y esfuerzo.
Por lo visto, en las 37 ediciones de los premios de la industria cinematográfica nacional no hubo tiempo ni hueco para hacer justicia con uno de nuestros cineastas más importantes. ¿A nadie se le ocurrió que Carlos Saura era nuestro John Ford y que ya íbamos tarde en rendirle tributo por su obra eterna y universal? ¿A qué santo esperó tanto el Sanedrín del Séptimo Arte hispano para preparar un homenaje tan justo como merecido? Aquí, en esta bendita piel de toro, lo que ocurre es que las cosas se van aparcando y aparcando, y cuando te quieres dar cuenta el Valle de los Caídos sigue todavía en pie, para enaltecimiento del genocidio fascista, los represaliados siguen en las cunetas y nuestras mentes más preclaras se nos mueren, si no en medio del olvido, sí al menos sin darles el justo reconocimiento oficial al que está obligada cualquier sociedad culta, democrática y avanzada.
Digan lo que digan, lo de Saura ha sido un despiste imperdonable que ha venido a demostrar que, por unas cosas o por otras, España es ese país que siempre llega tarde a los homenajes a sus genios. Envidia sentimos algunos de cómo los franceses cuidan el panteón de grandes glorias de la cultura occidental. Hace solo unos días, la Academia Francesa convertía en “inmortal” a Mario Vargas Llosa, uno de los novelistas en castellano más influyentes de la historia de la literatura. Los franceses son así. Cuando el mundo hispano se olvida de sus grandes personajes allí están ellos para gabachizarlos y hacerlos suyos para siempre. Uniformado con la espada y el hábito, esa especie de frac de gala rematado por un bordado en hilos de oro con motivos vegetales que inviste a los “jueces de la palabra” desde los tiempos del Cardenal Richelieu, el autor de La ciudad y los perros, sienes de plata, parecía francés de toda la vida. Curiosamente, mientras él soltaba un discurso para la posteridad –“la novela salvará a la democracia o será sepultada con ella y desaparecerá”, dijo el escritor peruano–, aquí nos bebíamos la exclusiva rosa de la Preysler en la revista Hola. Poco más que decir.
Afortunadamente, entre el público que asistía a la gala de los Goya (sí, de los Goya, señor Feijóo, de los Goya, que los Oscar son otra cosa) estaba la esposa de Saura, Eulalia Ramón, para recoger “el cabezón” y de paso lanzar a la opinión pública un último mensaje de compromiso social que resonó en el auditorio como el epitafio perfecto del maestro. Antes de leer una carta escrita por el propio director, su viuda recordó las palabras que el genio oscense le dijo a Elsa, su cuidadora, así como al personal sanitario del Hospital General de Villalba, del centro de Atención Primaria de la localidad y, sobre todo, “al equipo de cuidados paliativos domiciliarios, Elena y Bea”. Fue el momento más emocionante de la gala. De esta manera, Eulalia daba las gracias a todos los profesionales por cómo han cuidado de Saura en sus últimos momentos y daba un toque de atención que no debería caer en saco roto. “Lo único que pensamos es que la Sanidad pública se merece que la cuiden tal y como el personal sanitario nos cuida a nosotros. A quien corresponda, que lo haga, por favor”, alegó Ramón entre los aplausos del público.
Fue un dardo con toda la intención del mundo para Isael Díaz Ayuso, que estos días se enfrenta a la rebelión del personal sanitario, ese que lucha en las calles, entre otras cosas, para que el PP no venda hasta el último ladrillo de nuestros hospitales y centros de salud a la empresa privada. El ridículo de la lideresa está siendo espantoso. Ella dice que la izquierda ha “politizao” el asunto, como si todos los médicos y enfermeras que se echan a la calle fuesen rojos peligrosos. Pues claro que la ruina de nuestra Seguridad Social, en otro tiempo la mejor del mundo, está politizada. ¿O acaso no ha politizado ella la gestión con su ideología ultraliberal consistente en degradar la Sanidad pública, recortarla, pagar una miseria a los trabajadores e intentar venderla al mejor postor? Esa coartada de que detrás de una huelga hay manipulación política y sindical no se sostiene. En realidad, es la misma táctica que empleaba Franco cuando decía aquello de “haga como yo, no se meta en política”. “Agradezco a la viuda de Carlos Saura, Eulalia Ramón, el homenaje que ha hecho a la sanidad madrileña, encarnada esta noche en el Hospital de Villalba. Todos creemos en nuestra Sanidad, trabajamos por la mejor”, tuiteó cínicamente Lady Libertad, que no se aviene a sentarse a negociar con esa cohorte de ángeles con batas blancas que cuidan de nuestras vidas. Esperpéntica mujer.
Viñeta: Pedro Parrilla
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