(Publicado en Diario16 el 2 de febrero de 2023)
Pedro Sánchez está desempeñando un papel protagonista en la triste guerra de Ucrania al codearse con los más destacados líderes mundiales. En las cumbres de la OTAN se le puede ver alternando con dirigentes de las grandes potencias como Joe Biden (que ya le dedica algo de su tiempo), Macron o el canciller Scholz. Podría decirse que por primera vez en la historia contemporánea España se encuentra bien colocada, en el lugar que le corresponde, o sea dentro del eje aliado democrático/occidental como socio de la Unión Europea y miembro de la Alianza Atlántica. Atrás quedan los tiempos en que Franco cerró el país con llave, a cal y canto y sometiéndolo a una férrea autarquía que solo rompía de cuando en cuando para invitar a comer a Hitler y Mussolini.
Toda generación tiene su guerra y la nuestra es esta extraña invasión ordenada por Putin que nos ha tocado vivir. Sánchez es consciente de la trascendencia del momento y desde el primer minuto se ha implicado a fondo proponiendo el envío de armas para que los ucranianos puedan defenderse contra los rusos. La posición del Gobierno español ha sido impecable hasta la fecha, todo hay que decirlo, primero enviando material defensivo y después aceptando la donación de carros de combate españoles para Zelenski. Por ponerle un pero a la gestión, habría que reprochar que una decisión tan delicada como la de movilizar blindados fuera de nuestras fronteras no haya pasado primero por el preceptivo Pleno del Parlamento, donde las diferentes fuerzas políticas podrían haber puesto sus pros y sus contras antes de votar. Al final se ha hecho por decreto y hecho está.
La operación de imagen internacional para Moncloa está siendo tremenda, total y completa. Ahora bien, cuando vamos a la letra pequeña, cuando comprobamos qué clase de tanques vamos a llevarles a los pobres ucranianos, entendemos que no hemos salido del esperpento español de siempre. La ministra Margarita Robles ha vendido la cosa como si los españoles fuésemos a tomar Stalingrado al grito de ¡A mí la Legión!, cuando lo único que ha comenzado es la tarea de reparación, rehabilitación y puesta a punto de cinco carros de combate Leopard 2A4 que se caen a trozos. Hablamos de vehículos pesados que llevan más de una década aparcados en Casetas, Zaragoza, después de ser declarados inútiles. Un material que tardará meses en estar operativo y que a día de hoy se encuentra más cerca del chatarrero y del desguace que de servir para algo práctico a un ejército cuyos soldados mueren a diario defendiendo a su país de los invasores. Y aquí surge la gran pregunta: ¿es que no había un material más obsoleto para contribuir a la lucha por la libertad, por la democracia y contra la tiranía putinesca?
Todo este asunto de los tanques solidarios recuerda mucho a la España negra de Gila y a aquel gag cumbre del surrealismo patrio en el que el humorista vestido de soldado sostenía su sempiterno teléfono y se quejaba de que, de los seis cañones que había pedido, dos habían llegado sin agujero. Al final, en lugar del armamento averiado, el personaje proponía meter a un señor bajito en un Seiscientos para que insultara al enemigo y a otra cosa. “No mata, pero desmoraliza”, decía nuestro cómico más eterno y genial. El chiste sigue estando más vigente que nunca.
El español mata de risa, pero no sabe hacer la guerra. Salvando las distancias, la España otanista y bélica de Sánchez sigue teniendo algo de Gila. Nos habían vendido la película de acción de que éramos una potencia mundial, la avanzadilla de la OTAN y del G20, y resulta que a la primera guerra en que nos metemos mandamos unos cacharros que dan pena. Pudo haber sido peor. Podríamos haber enviado a Kiev tanques de juguete, o de cartón piedra como los que quedaron abandonados en los platós de la Almería hollywoodiense de posguerra, o de goma hinchable, como aquellos con los que Sadam Husein engañaba a los yanquis en la madre de todas las batallas.
Para no quedar demasiado mal con los ucranianos, el Gobierno español ha anunciado el envío de una segunda remesa, una veintena de pequeños blindados en desuso (que más bien parecen autos de choque de aquellas ferias de nuestra infancia) y unos cuantos vehículos oruga que seguramente hacen honor a su nombre porque avanzan a paso de ídem. Más chatarra, esto es la guerra, que diría Groucho. Cuando Zelenski corte el lazo rojo y abra la caja con el regalo español, su cara va a ser todo un poema. Entonces comprobará con estupor quiénes son realmente esos aliados mediterráneos del sur. Gente muy solidaria con la ayuda humanitaria, es cierto, pero fulleros como ellos solos cuando se trata de traficar con las armas que no tenemos. Desde los tercios de Flandes, lo nuestro ya no es la guerra. Las perdimos todas (hasta con los filipinos) y cuando nos enfangamos en una la hacemos entre nosotros mismos, que es lo que se nos da bien de verdad, casi siempre a estacazos prehistóricos, como en el cuadro de Goya.
La ‘operación Ucrania’ ha servido para demostrar que tenemos el ejército que tenemos y que no andamos demasiado sobrados de existencias y arsenales, sobre todo teniendo en cuenta que el rey de Marruecos mira de reojo hacia Ceuta y Melilla por encima de la valla. Cualquier día acabamos pegando tiros contra los rifeños en otro déjà vu de la historia, como cuando lo del Barranco del Lobo y el desastre de Annual.
Sánchez quiso convencernos de que éramos los americanos de Europa, pero seguimos haciendo la guerra de los pobres, escopetas de corcho y navajas de Albacete, como en el 36. Le prometimos fieros leopardos a Zelenski y vamos a enviarle cinco gatos oxidados. A ver quién es el guapo ucraniano que se mete en esas cafeteras con rodamientos. Cuando Putin se entere de que le estamos mandando morralla al aliado ucraniano le da un síncope de la risa y tienen que sacarlo del Kremlin con los pies por delante. Aunque solo sea por eso, misión cumplida.
Viñeta: Becs
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