(Publicado en Diario16 el 14 de febrero de 2023)
“¿Descartan que sean extraterrestres?”, pregunta la periodista de The New York Times Helene Cooper al general Glen D. VanHerck a propósito de los últimos globos aerostáticos (probablemente chinos) aparecidos en los cielos estadounidenses. “No descartamos nada”, responde el alto mando del Pentágono. De modo que ya hemos entrado, de lleno, en el universo Star Trek. Periodistas preguntando por marcianos, medios de comunicación barajando hipótesis sobre el planeta del que pueden haber llegado los hombrecillos verdes, militares hechos y derechos con varias chapas y galones en la pechera alimentando increíbles teorías ufológicas… Síntomas claros del trastorno de neurosis colectiva de una sociedad enferma.
Los ovnis se convirtieron en el gran fenómeno sociológico en tiempos de la Guerra Fría. Desde que en 1947 el piloto Kenneth Arnold, el primer protagonista de un avistamiento de la historia contemporánea, divisó en el cielo nueve objetos no identificados, ambos bloques, el capitalista y el soviético, alimentaron historietas sobre invasores de Marte, abducidos y experimentos secretos. Era la manera de asustar a la opinión pública mientras unos y otros lanzaban a la atmósfera sus cohetes, ingenios a propulsión y prototipos balísticos nucleares. A partir de entonces, la fiebre por los ovnis se propagó por todo el mundo, originándose una nueva creencia popular tan fabulosa y fértil como lo fue en su día la mitología griega. El cómic, las series de televisión, la novela de ciencia ficción que conoció su época dorada con escritores como Isaac Asimov, Ray Bradbury o Philip K. Dick (el gran conspiranoico que pensaba que la CIA y el KGB querían matarlo), cautivaron a millones de personas en todo el planeta. También Hollywood detectó el interés de la gente por el tema y explotó el filón de films de buena factura y otros de serie B que rodó como churros (personalmente mi favorita siempre será Ultimátum a la Tierra, el clásico de Robert Wise, no la versión actualizada que no hay quien se la trague).
De alguna forma, una legión de fieles creyentes empezó a buscar en el fenómeno UFO respuestas a su miserable existencia y a la crisis espiritual e ideológica de la posmodernidad. El marciano verde, en cualquiera de sus formas (alto o bajo, gordo o flaco, biológico o metálico, con tres ojos o seis dedos) se convirtió en el nuevo dios, una especie de superhombre nietzscheano que vino a destronar a las diferentes divinidades milenarias que, en la segunda mitad del convulso siglo XX, y con la amenaza del fin del mundo a causa de la guerra nuclear entre las dos superpotencias como terrible contexto global, ya no podían dar respuesta a los problemas del ser humano contemporáneo. Había nacido una nueva fe que venía a sustituir a las religiones clásicas y convencionales. Dios quedaba demasiado lejos, nunca se le veía ni cogía el teléfono, mientras que ET era mucho más real, más corpóreo, más humano. Muchos se abrazaron al ser superior de las estrellas como al nuevo mesías salvador, además de entrañable muñeco o peluche que se vendía como rosquillas en los centros comerciales. Por fin religión y mercadotecnia unidos en una misma doctrina. Por fin el poder contaba con un programa capaz de manipular mentes.
En los sesenta, quizá antes, aparecieron los primeros gurús, charlatanes, juntaletras, montajistas, farsantes y ensayistas en general que inundaron el mercado de libros sobre el tema, encontrando la gran veta editorial esotérica que hoy seguimos sufriendo en forma de panfletos magufos de baja estofa y programas de televisión que alimentan las más descabelladas teorías ufológicas, como que los seres humanos somos descendientes de una estirpe de astronautas del pasado, que las pirámides son rampas de lanzamiento a otros mundos o que Jesucristo era en realidad un alienígena palestino. Desde aquellos años, las sectas pseudocientíficas ufológicas proliferan en todas partes (no vamos a dar nombres, que luego nos querellan) y las hay de todas clases, desde las que construyen santuarios esperando la próxima venida de los extraterrestres hasta los que guardan el ADN de sus adeptos para cruzarlo con los invasores de mundos lejanos, dando lugar a una raza perfecta como en V, aquella serie de nuestra infancia en la que unos lagartos travestidos de humanos nos colonizaban convirtiéndonos en sus esclavos. Muchos de estos grupos sectarios son altamente destructivos, hasta el punto de que tras una inocente quedada en la montaña en busca de ovnis lo que suele haber es una caterva de carteristas y estafadores profesionales que le limpian a uno la billatera, el piso y la cartilla de ahorros en lo que despega un cohete espacial.
Ahora, en plena Segunda Guerra Fría y tras una extraña pandemia que nos ha dejado un mundo distópico (además de una grave plaga de trastornos mentales), los gobernantes de los bloques yanqui y chino (el ruso hace tiempo que es una pobre sucursal del gigante asiático) han decidido volver a alimentar la teoría del platillo volante. No vamos a ser nosotros quienes neguemos la existencia de vida extraterrestre. Los que mamamos de la teta científica del gran Carl Sagan sabemos que un universo casi infinito como el nuestro, sin vida en otros planetas, no deja de ser una idea filosóficamente imposible, además de un derroche de espacio desaprovechado. Pero que un generalote de esos que invaden países como Irak y Afganistán con cualquier excusa alimente ideas conspiranoicas nos huele a intento de manipulación de masas, a infantilización de la sociedad (por si no estuviese ya suficientemente estupidizada) y a tomadura de pelo. Ya tarda la NASA en salir a poner los puntos sobre las íes a los paletos halcones del Pentágono que pretenden tomarnos por idiotas con la complicidad del New York Times. No existe Roswell ni tienen hombres del espacio criogenizados en vasijas con formol. ¿Marcianitos volando por los cielos de Montana? Anda ya. El Tío Sam chochea.
Viñeta: Artsenal
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