(Publicado en Diario16 el 16 de marzo de 2023)
La ley mordaza, el arma que Rajoy utilizó en su día para reprimir al pueblo indignado por los recortes y la corrupción de su Gobierno, seguirá vigente por culpa del gallinero de la izquierda. Las dos almas del Ejecutivo de coalición (PSOE y Podemos) no han sabido o no han querido consensuar una reforma común y el borrador que ha llegado a las Cortes no ha gustado a ERC y Bildu, los socios que sustentan el pacto de gobernabilidad. Aquella vieja promesa de Pedro Sánchez (“derogaremos la ley en cuanto lleguemos al Ejecutivo, de eso que no quepa la menor duda”), ha quedado en papel mojado. No hay nada que destroce más a un líder político que un incumplimiento electoral y esta vez el presidente se ha cubierto de gloria.
En tres años de reuniones, unos y otros no han sabido ponerse de acuerdo en la más infame legislación que salió del horno autoritario de Génova 13. Gracias a esa ley, cientos de manifestantes han sido duramente reprimidos, con multas desproporcionadas, por ejercer su legítimo derecho a la protesta y a la libertad de expresión. Las mordazas del PP han dejado un reguero de tuertos por pelotazos de goma de la Policía, han devuelto a los inmigrantes a su país “en caliente” y lo que es aún peor, han generado la sensación en la sociedad española de que participar en una protesta callejera o movilización sindical puede ser demasiado peligroso, tal cual como en los tiempos de los grises. El símbolo de la injusticia y la represión es ese artículo que prevé multas de entre 6.000 y 30.000 euros a quien intente paralizar un desahucio y de hasta 600.000 euros por organizar manifestaciones sin comunicación previa a las autoridades. Y ay de aquel al que se le ocurra retratar a un policía con su móvil, porque puede terminar en la penitenciaría provincial. Con la normativa vigente, el poli seguirá teniendo la ley de su parte y su mero testimonio servirá de prueba de cargo en juicio. Al ciudadano manifestante, sin embargo, solo le quedará poner la testa sumisa para recibir el porrazo policial e irse a su casa como un obediente vapuleado (ya se vio durante el 1 de octubre en Cataluña). Ni en el Chile de Pinochet.
No extraña que los impulsores de aquel marco legal autoritario fuesen Jorge Fernández Díaz, exministro del Interior, y Francisco Martínez, exsecretario de Estado de Seguridad, hoy imputados por la Operación Kitchen. De aquellos años de espionajes y perversa represión nos queda el triste recuerdo de unos raperos sometidos a crueles juicios inquisitoriales por echar unos ripios malos o unos chistes groseros contra la Corona, contra la bandera nacional y hasta contra Franco o Carrero Blanco. Los procesos contra Valtonyc, Hasel, La Insurgencia, Strawberry y otros demuestran que la maquinaria de represión funcionó a pleno rendimiento en aquellos años oscuros. Todavía hoy están pendientes algunos recursos ante la Justicia española para bochorno de nuestra democracia.
Sin duda, la legislación contra la libertad de expresión del Partido Popular nos devolvió cincuenta años atrás hasta los tiempos del tardofranquismo, cuando uno daba con sus huesos en la cárcel por abrir el pico contra el Régimen. Fue un retorno descarado a la dictadura, tal como denunciaron los relatores de la ONU allá por 2015, en plena etapa de Rajoy. Hasta el New York Times exigió a la Comisión Europea una condena explícita en aquel histórico editorial en el que el rotativo estadounidense escribió: “Esta ley trae recuerdos de los peores días del régimen de Franco y no procede en una nación democrática”.
Desde que fue promulgada, contra la ley mordaza se han sublevado oenegés como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, sindicatos, asociaciones cívicas, organizaciones de juristas, catedráticos de universidad y estudiantes, mujeres feministas y conocidos personajes del mundo del arte y la cultura. Fue una insumisión en toda regla de la sociedad civil que Sánchez abanderó jurando que derogaría el truño franquista nada más llegar a la Moncloa. Lamentablemente, tres años de negociaciones después, también esa esperanza de regeneración democrática se desvanece.
Ninguna norma impulsada por el PP nos ha recordado tanto a los años del franquismo como la ley mordaza. Derogarla era una pura cuestión de higiene democrática, de justicia social y de ética de país. ¿Se ha intentado acabar con ella con una voluntad política sincera y altura de miras? Lo dudamos. Antes de la tramitación de la reforma en el Congreso de los Diputados, PSOE y Podemos escenificaron su enésimo divorcio y ERC y Bildu ya advirtieron de que el borrador les parecía “insuficiente”. Al final, catalanes y vascos confirmaron su insatisfacción y decidieron tumbar la iniciativa legislativa del Gobierno. Lo que nos queda es una derrota sin paliativos de la izquierda española. De toda la izquierda. Ni unos ni otros podrán dar la cara ante su electorado sin avergonzarse por haber dejado intacto el nuevo Código Penal de la dictadura, el arma ideológica más eficaz contra la disidencia y la movilización social del nuevo Movimiento Nacional encabezado por Vox, el partido que a buen seguro se anotará este tanto por haber dado satisfacción a su lobby policial. Estremece contemplar esas riadas de agentes voxizados bajando por la Carrera de San Jerónimo al grito de “Sánchez traidor”. El granero de votos que Abascal va a pescar en ese mundo no es nada despreciable.
Ahora ERC promete llevar a las Cortes su propia reforma, pero la iniciativa, metidos ya en precampaña electoral, tendrá escaso recorrido. Más lógico hubiese sido pactar los puntos sobre los que había acuerdo (al menos 36) y dejar para después las diferencias que separaban a los diferentes partidos del bloque de la izquierda. Pero no. Rufián, en un error de estrategia, se ha cerrado en banda a última hora por la cuestión de las pelotas de goma de los antidisturbios, un absurdo, ya que los Mossos emplean unas balas de foam en Cataluña que también son peligrosas y pueden hacer mucha pupa (que se lo pregunten si no a aquella joven de 19 años que perdió un ojo durante una protesta contra el procesamiento de Pablo Hasel). Mucho nos tememos que aquí el pelotazo lo ha dado la extrema derecha.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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