(Publicado en Diario16 el 17 de marzo de 2023)
Decía el gran José Luis Coll que un país habrá llegado al máximo de su civismo cuando en él se puedan celebrar los partidos de fútbol sin árbitros. España está todavía muy lejos de esa sociedad utópica. El caso Negreira no solo ha venido a demostrar que nuestro deporte, nuestro fútbol, no era ese oasis limpio y prístino en un lugar donde la corrupción brota a borbotones en todas partes. Si la política y la Justicia están corruptas, si el mundo de la empresa y la banca chapotean en el miasma de la corrupción, nuestra Liga de Primera División no podía quedar como un territorio puro e incólume. La mugre ensucia cada estamento de nuestro fútbol. Demasiados presidentes populistas que se creen los reyes del mambo; demasiados futbolistas-estrella que evaden impuestos al fisco. En los últimos años ha habido escándalos, amaños de partidos, maletines, tongos, sospechas en el mundo de las apuestas. La punta del iceberg de un cosmos putrefacto. Un reducto impune donde ni el Gobierno ni la Fiscalía se han atrevido a entrar.
Hemos tolerado durante demasiado tiempo que el fútbol fuese el territorio sin ley de nuestra inmadura democracia. Pequeños reinos de taifas donde el cacique de turno se erige en reyezuelo de una afición enfundada en la misma camiseta (a modo de líder supremo que dirige a la tribu o pueblo), e impone sus normas, sus decisiones soberanas y su santa voluntad. Nos guste o no, nuestro fútbol no hizo la Transición, como prueba, por ejemplo, el hecho de que la mujer haya tardado tanto en incorporarse a ese sector laboral. El balompié femenino ha explotado muy recientemente, lo cual demuestra que hasta ahora este deporte era eminentemente cosa de hombres, patriarcal, machista. El arquetipo del directivo orondo y engominado con puro y tirantes saludando a los suyos desde el palco del estadio recrea peligrosamente el modelo autocrático/franquista que hemos tolerado y promocionado demasiado alegremente. Y en ese ambiente anacrónico, el árbitro, el juez que en definitiva es quien debería aplicar la ley en un Estado de derecho, ha quedado contaminado por el propio sistema. Los señores de negro (hoy visten de colorines, pero siguen portando el luto por dentro) llevan demasiado tiempo señalados y bajo sospecha.
Ahora Rubiales y Tebas se esfuerzan por convencernos de que Negreira, de demostrarse su culpabilidad, sería solo un caso aislado. Una manzana podrida en el cesto. No tiene sentido. Si el número 2 del estamento arbitral estaba recibiendo sobres con dinero del FC Barcelona (más de siete millones en dos décadas) hay razones más que suficientes para temer que los que estaban a sus órdenes, si no todos, sí al menos algunos, participaban de la gran fiesta de las primas ilegales. De entrada, no puede ser que el Comité Técnico de Árbitros, el polémico organismo que dirigía Negreira, dependa directamente de la Real Federación Española de Fútbol y en última instancia del presidente de esa institución deportiva. Es como si el responsable último del Tribunal Supremo fuese Pedro Sánchez (lo que le faltaba al hombre para terminar de colapsar mentalmente).
Según los reglamentos del fútbol, al Comité le corresponde el gobierno, representación y administración de las funciones atribuidas a los árbitros y es el órgano encargado de designar a los profesionales que pitarán los diferentes partidos, así como a los asistentes, delegados y encargados del videoarbitraje (el famoso VAR). Obviamente, el Comité decide qué árbitro sube o baja de categoría, sanciona errores y negligencias y propone a los colegiados que pueden acudir a competiciones deportivas internacionales como torneos europeos de clubes, Mundiales y Copas de Naciones. Hoy por hoy, todas esas atribuciones están demasiado ligadas, demasiado dependientes de la Federación, y eso no es bueno para el fútbol. Por tanto, la curación del cáncer pasa necesariamente por la separación de poderes, por meter a Montesquieu en los estadios. En definitiva, más democracia y libertad interna. Por eso urge crear un organismo arbitral auténticamente autónomo, jueces independientes, soberanos e imparciales que no rindan cuentas ante nadie, ni siquiera ante los prebostes del fútbol o patrocinadores, y que no tengan ningún tipo de vinculación con los clubes. Se acabaron los asesores, consultores, mediadores y comisionistas que enfangan la competición.
Lógicamente, no sería necesario que los jueces elijan a sus jueces, según el modelo de reforma cansinamente cacareado por Feijóo. Mientras reclama más independencia judicial, el líder del PP y jefe de la oposición se niega a renovar los altos cargos del Poder Judicial, reteniendo la sartén por el mango e incurriendo en una gran paradoja intelectual. Bastaría con que los árbitros se rigieran por criterios puramente objetivos dentro de una escala funcionarial, ascendiendo y bajando de categoría según los méritos contraídos partido a partido, domingo a domingo. Los mejores serían premiados, los más torpes terminarían en la nevera. Así se evitarían sospechas de enchufismos, nepotismos, afinidades, premios bajo manga a amigachos y compadreos varios, grandes males del arbitraje de hoy.
Sin duda es buena noticia que la Fiscalía Anticorrupción entre a saco en el caso Negreira, levantando las alfombras de una institución como la de los árbitros que hasta hoy había funcionado como una sociedad secreta, una especie de masonería futbolera demasiado dependiente de los jerarcas del fútbol. Si son jueces de verdad que les den todo el poder, toda la auctoritas. Mientras mantengan esos contactos con la Federación y la Liga de Fútbol Profesional no podremos pensar en magistrados auténticamente imparciales. Y habrá que sacarles tarjeta roja.
Viñeta: Pedro Parrilla
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