martes, 30 de julio de 2013

EL REY LEÓN


La escena es la siguiente: el periodista, su mujer y su perro pasan un tranquilo día de verano en el yacimiento arqueológico de la Campa Torres, Gijón. Estamos sobre un hermoso acantilado, el mar inmenso se abre a nuestros pies y se confunde con el cielo teñido de un azul claro y despejado. Al este la bella ciudad gijonesa, pequeña
 como una maqueta, y el gran puerto de mercancías, que ruge a lo lejos. Al oeste las bellas calas asturianas, con las olas batiendo sobre las rocas y los rompientes. Sobre el prado verde, que rezuma calidez y silencio, dos cabañas apenas separadas por un par de metros: un castro astur/cilúrnigo y una casa romana. La fuerza salvaje y animista de los nativos frente a la arquitectura matemática y civilizada de los romanos. No hay turistas, todo es apacible, un apacible día de verano, ya digo. Hasta que en un momento dado, entre las ruinas del yacimiento, pisando la yerba como un grueso mariscal de campo, marcando el paso, el tiempo y el espacio, emerge la figura histórica de un hombre. Una figura totémica, omnipresente, poderosa. ¿Es él? Sí. Es él. Francisco. Álvarez. Cascos. Va veraniego. Camisa remangada, pantalones de color granate y gafas de sol. Pasea con su familia, como cualquier otro paisano que turistea por ahí para alejarse de los problemas, de los avatares, de la vida. 
—¿Qué tal, don Francisco?
—Muy bien, disfrutando del día. Muchos gijoneses ni siquiera saben que tienen esta maravilla a pocos metros de su ciudad.
—Mejor, así no se llena esto de turistas.
—¿Y de dónde es usted si puede saberse?
—De Valencia. Soy periodista, pero me cogió el ERE.
—Mala suerte.
Su voz de artillería grave y profunda estalla como un obús en medio del prado enmudecido. Cascos, manos atrás, camina sobre el césped, mira al horizonte tras las gafas de sol oscuras, sonríe tímidamente. El tigre que ríe. Quizás piense que es mejor andarse con cuidado. Un periodista siempre es un periodista, aunque esté en el dique seco, y no es cosa de soltarse la viscosilla. Además, no es un buen día para él. El juez Ruz, allá en la despiadada Madrid, acaba de ordenar que declare como testigo en el caso Bárcenas. Le acompañarán Javier y Dolores. Maldición de tesorero, ha montado un terremoto de padre y muy señor mío. Pero hoy no es momento de hablar de sobresueldos, ni de pleitos, ni de grandes escándalos. La quincalla política, las traiciones, la maldad de los hombres y las cuestiones de Estado, quedan atrás por un día. Su hijo se abraza a él como al tronco de un árbol centenario y robusto. "Papá, vámonos a casa". Ya no veo al fiero dóberman del que hablaban los periódicos, allá por los tiempos convulsos del felipismo. Ya no veo al tipo duro de las oscuras conspiraciones y las intrigas palaciegas. Ahora veo más bien al viejo Rey León cansado, curtido, ojeroso, el Rey León retirado con sus vástagos en su terruño, en su atalaya fuerte asturiana (me pregunto si piensa aquello de "algún día todo esto será tuyo, hijo"). Sin duda estoy ante el animal político que se ha lamido las heridas lejos de la batalla y que achucha a su cachorro y se asoma con inquietud al acantilado de la vida, al acantilado negro del futuro. Parece que el tiempo se ha detenido por un momento allá arriba, parece que la Historia de los hombres comunes se disuelve y se hace pequeña allá arriba, en las ruinas milenarias de la Campa Torres de las que habló Plinio. El estadista revuelve el pelo de su pequeño, mira a lo lejos, al mar, un mar que en cualquier momento se desata y conjura peligrosos vendavales. Es hora de volver a casa.
—Que le vaya bien, señor periodista.
—Hasta la próxima. 

Imagen: lne.es
      

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