jueves, 18 de julio de 2013

LUCÍA


A la escritora Lucía Etxebarria se le ha ido definitivamente la pinza y se ha metido en "Campamento de verano", uno de esos realitys cutres y zafios de la cuadra Telecinco. Desde que Lord Byron se largó a la guerra con los griegos, desde que Larra se pegó un tiro salvador, no se conoce un caso igual de suicidio literario. Dice Lucía que lo hace por la pasta, porque Hacienda le pisa los talones, aunque antes de inmolarse televisiva y literariamente ha pedido perdón a la parroquia por participar en tan sórdido espectáculo. Un gesto de dignidad. El gran Cipriano Torres, en su "Maldeojos" imprescindible de cada día, ya ha dicho con su pluma quirúrgica todo lo que se tenía que decir al respecto del nuevo programita frankensteniano. No es preciso añadir ni una coma más. Pero uno, que es sensible a las desgracias ajenas de compañeros de letras, no puede por menos que decirle a Lucía, como le diría a cualquier suicida a punto de tirarse desde un puente: "¡No lo hagas, no lo hagas, por favor!". Ciertamente, ya es demasiado tarde, no hay vuelta atrás, porque Lucía se ha metido hasta las trancas en el enlodado circo telecinqueño, embarrando su brillante trayectoria literaria y poniendo su nombre a la altura del betún (por betún se entiende el semen de Amador Mohedano, las lubricidades de Olvido Hormigos, más algún que otro friki que se lo lleva muy exclusivamente a costa de las neuronas despobladas de millones de abúlicos televidentes). Triste, muy triste, Lucía. Que te prostituyas por unas perrillas para dar esquinazo a los inspectores de Hacienda, que entregues tu alma y tu cuerpo al infierno mundo Telecinco, nos parece lo peor de lo peor. Antes cualquier cosa. Antes montarte una panadería, echarte al taxi, suplicar un sobre de los suyos a Bárcenas, yo qué se. Lucía es de esas escritoras de la Generación Chanel que tuvieron su momento, es una de esas autoras que cabalgan en la frontera de la polémica y que un día escriben un libro sesudo sobre la insoportable levedad del ser y al otro se queda en tetas públicamente o se ve envuelta en un oscuro plagio (a Pérez Reverte también lo han condenado por copiota, pero Arturo está fuera de toda sospecha porque tiene muchos novelones propios y porque me cae bien pese a su carné de académico, qué pasa). El problema de Lucía no es Lucía, sino el mercado literario que la codicia y la cotiza, el mercado que es ese monstruo que escupe escritores como churros y luego los malvende, devora y olvida cruelmente. La literatura contemporánea se ha convertido en algo sucio, asqueroso, mercantil, en una parte importante del neoliberalismo cultural tan de actualidad. La literatura de hoy es tan falsa como Urdangarín haciéndose el digno en el paseíllo del juzgado, como ese presidente del Constitucional afiliado al PP, como las sonrisas afectadas de la Cospedal. La literatura actual se ha convertido en una sociedad anónima monstruosa, una bolsa de valores que invierte parné en agentes literarios, editores, promociones, cenas fatuas, ferias de las vanidades, premios-tongo y ganadores del Planeta que se bajan los pantalones en platós televisivos y gritan como locas climatéricas. Todo eso, toda esa basura, es la vida literaria, como dijo el gran Marsé. Pero la moda pasa, los gustos cambian y ahora Lucía y sus historias para feministas encorsetadas se han quedado demodé. Ya nadie la compra, ya nadie la busca en la feria del libro. Lo malo de escribir para el mercado es que el mercado falsea la verdad de tu prosa. Lucía, Lucía y el sexo, Lucía y el prozac, Lucía y sus cuerpos celestes, Lucía y su look gótico pasado de moda y su aire de fumada indi es una historia vieja ya conocida. Nos ha salido una Marilyn de la vana literatura que nos hacen tragar, un juguete roto, una promesa incumplida de las letras que ahora se ahoga en una pesadilla de realismo sucio, de deudas, de fama efímera, de flores de un día. Se sabe que antes de irse de campamentos su mamá le ha dicho: "No te acuestes con nadie ni te desnudes". Madre mía, ya la veo de portada en Interviú. 

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