(Publicado en Newsweek en Español el 26 de noviembre de 2016)
No ha habido solo un Fidel. Ha
habido muchos, tantos como cubanos hay en la isla. El joven estudiante
utópico de los años cuarenta con sus ideales vírgenes todavía sin
contaminar; el soldado que empuñó el fusil de cuando la guerra con
España para derrocar a Batista; el ideólogo de los discursos de ocho
horas que pocos cubanos eran capaces de digerir; el jerarca que ordenó
encarcelar y fusilar a los disidentes; el ensayista descreído de todo;
el patriarca eremita de barba crespa y ojos saltones de profeta
iluminado; el enfermo con una salud tan ruinosa como las casas viejas de
La Habana; el hombre que al final de sus días, como le pasa a cualquier
mortal barrido por el ciclón del tiempo, claudicó de todo, de la
revolución, de la utopía, de la vida.
Hubo un tiempo, cuando los guerrilleros
jóvenes y apuestos bajaron de Sierra Maestra para ajustarle las cuentas
al corrupto Batista, en que parecía que había una esperanza para América
Latina. Los cubanos enseñaban el camino al resto del mundo. Nos
hicieron ver que un país pequeño y bananero le podía ganar una batalla
al poderoso imperialismo yanqui, aunque solo fuera por un rato y en una
apartada playa de nombre pestilente como Bahía de Cochinos. El puro
moreno le ganó el pulso al rubio americano, o sea JFK, y aquello estuvo a
punto de enviarnos a todos al apocalipsis nuclear. Pero después de
tanta convulsión mundial, después de la ansiada revolución, la
prosperidad prometida, la proclamada justicia e igualdad social entre
las gentes, la historia de Fidel ha terminado en un triste otoño del
patriarca, como en la novela de García Márquez.
Estos últimos años de estertor y
enfermedad, en los que Fidel moría y resucitaba cada mañana para
alborozo de los nostálgicos y cólera de los opositores de Miami, el
Comandante se había convertido en una estatua viviente. Ya no era un
hombre, era solo un Papa del ateísmo rojo al que nadie hacía caso, un
busto polvoriento de mármol, un símbolo del pasado, y ya se sabe que
todo símbolo tiene una parte de verdad y otra de mixtificación. Él
seguía vivo, pero lo cierto es que el castrismo hacía mucho tiempo que
había muerto. De la revolución solo quedaban los lacónicos desfiles del 1
de mayo, las banderas desteñidas y los eslóganes manidos, la gloria de
las batallas pasadas contra la CIA. El régimen se agrietaba como en su
día se agrietó el Telón de Acero, la gente empezaba a pasar hambre, y el
hambre es el peor enemigo de las nobles ideas. El comunismo, tal como
lo habían entendido algunos, había fracasado. Gorbachov, el señor
bonancible de la bandera roja aplastada en la calva, había apretado el
botón nuclear de la perestroika. No había marcha atrás. Los Tito y
Ceaucescu caían como piezas de dominó por toda Europa y hasta la China
maoísta empezó a fabricar capitalismo a destajo, hamburguesas y
pantalones vaqueros. Solo Fidel, el último revolucionario, permanecía en
pie mientras los hospitales cubanos se quedaban sin medicinas, los
habanos y el ron se pudrían en las bodegas y las jineteras mulatas del
Malecón se alquilaban hambrientas a los turistas sexuales por un puñado
de dólares y unas zapatillas deportivas. Solo Fidel, un superviviente
del prehistórico siglo XX, un fantasma de la Guerra Fría, un espectro
que caminaba errante por la Historia, preguntándose qué era ese
diabólico invento de la globalización contra el que no servían los
fusiles y las bombas y que iba a terminar con todo, parecía seguir
aferrándose a un sueño perdido.
Cuando el castrismo por fin se
tambaleaba y Obama fue a visitarle, no quiso recibir al presidente
norteamericano, en un último gesto desesperado por mantener la dignidad,
que es lo único que le queda a un anciano. “No necesitamos que el
imperio nos regale nada”, dijo el Comandante. Fue el último postureo
bolchevique. La revolución había perdido la guerra y ni siquiera el
trueque de médicos cubanos por petróleo de Venezuela podía parar lo
imparable. Solo faltaba que los tanques de la Coca Cola entraran
triunfantes en La Habana. Hoy ya no es tiempo de revoluciones, en
realidad ya no es tiempo para casi nada, la izquierda se ha ido al
garete en todo el mundo, Trump impone su fascismo blando y Le Pen será
su sucursal en Europa. Se acabó la justicia social, la solidaridad entre
las personas, el internacionalismo entre los pueblos. Xenofobia y odio
al refugiado, explotación laboral, autarquía económica, ultraliberalismo
salvaje, dólar neonazi y ley de la selva. Eso es lo que nos espera con
la doctrina Trump. Los tiranos se van sucediendo unos a otros en una
cadena determinista y diabólica para el ser humano.
El fracaso de Fidel es el fracaso de
toda América Latina, y por extensión del Tercer Mundo. Por eso, el día
en que muere el presidente cubano, debemos preguntarnos qué hubiera sido
de la Cuba socialista sin el bloqueo norteamericano. Nunca lo sabremos.
Lo que sí sabemos es que, fallido el comunismo en todo el mundo,
diluida la esperanza de la izquierda en el ácido del nacionalismo
xenófobo y el ultraliberalismo globalizador y consumista que se extiende
por todo el planeta, cabe plantearse: ¿acaso no sería bueno recuperar
algo de los viejos ideales comunistas, sin llegar a la dictadura del
proletariado que como toda dictadura es otra forma de totalitarismo? ¿No
avanzaría la humanidad hacia un futuro mejor si un solo hombre como
Bill Gates repartiera sus 90.000 millones de dólares entre los que pasan
hambre y sed en Etiopía, El Salvador o Bombay? ¿Es que no viviría igual
de confortable y de bien un millonario con un solo yate en lugar de
tres, con un solo coche de lujo en lugar de seis, con una sola mansión
en lugar de diez?
De alguna manera habrá que poner coto al
capitalismo salvaje, que no es más que la codicia humana elevada al
rango de sistema político. Reparto de riqueza, mayor igualdad entre
clases sociales y justicia para todos son principios irrenunciables por
los que merece la pena seguir luchando. Por eso, hoy, el día que muere
Fidel, un mito de la Historia universal, con sus luces y sus sombras,
los ideales revolucionarios siguen siendo más válidos que nunca. Por eso
hoy, a las clases humilladas por otra dictadura tan cruel como la
estalinista −la que imponen las oligarquías capitalistas y los mercados
que gobiernan el mundo−, solo les queda el grito utópico y derrotado del
viejo Comandante: "¡Hasta la victoria siempre!".