(Publicado en Diario16 el 19 de septiembre de 2020)
Díaz Ayuso compareció ante los periodistas como ese condenado que sabe que su suerte está definitivamente echada. A la presidenta se la vio tensa, nerviosa, y por momentos un tanto descompuesta. Los papeles y fichas, sus más fieles amigos cada vez que tiene que hablar en público en la Asamblea Regional, temblaban entre sus dedos como temiéndose lo peor. La lideresa había perdido esa aura virginal que parecía acompañarla a todas partes y su fresca lozanía castiza, desenfadada y pizpireta se había transmutado en preocupante demacración, como en aquel cuadro de Dorian Gray que se degradaba a marchas forzadas. Se la veía lívida, sobrepasada, tan absorta y fuera de este mundo como las frías e inertes paredes de piedra del centenario edificio de Sol. A buen seguro, de haber sido aquello un entierro en lugar de una rueda de prensa algún alma caritativa le habría ofrecido un caldito para entrar en calor, una tila o un Valium de 5. Y es que la política no es un divertido juego de niños, tal como ella creía cuando Pablo Casado le dio la alternativa y la animó a echarse al ruedo ibérico, sino una pesada carga, un constante carrusel de decisiones en el que a veces muere gente. Una maldición que le va consumiendo a uno.
Tras titubear y tomar algo de aire, Ayuso anunció su plan a la desesperada para evitar que el sistema público de salud termine colapsando, lo que convertiría Madrid en un cuadro apocalíptico de El Bosco. Después de dar lectura a su sempiterna chuleta, los madrileños supieron por fin que quedan prohibidas las reuniones de más de seis personas; que se cerrarán parques y jardines; y que se ordenarán estrictos confinamientos por barrios y municipios, los más humildes del área metropolitana, confirmándose de esta manera que el plan Ayuso tiene más de ideología política que de medidas propiamente sanitarias. Sus recientes declaraciones trufadas de xenofobia en las que aseguraba que el covid-19 se ha propagado por Madrid por culpa del “estilo de vida de los inmigrantes” y que piensa implantar una tarjeta covid para estigmatizar a los enfermos no presagiaban nada bueno. La inefable presidenta regional, como buena neoliberal, entiende que el coronavirus también es cosa de clases sociales. Los “trumpistas” de nuevo cuño como Ayuso son clasistas hasta en el reparto de la enfermedad y de la muerte y bajo esa filosofía ha diseñado su macabro plan de confinamiento que selecciona entre ricos y pobres.
Así, los madrileños más necesitados, aquellos que viven hacinados en pisos como ratoneras, sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad alguna de atención médica porque los centros de salud pública están desmantelados, serán machacados y pagarán más caro los estragos de la pandemia. Unas 800.000 almas de las áreas más castigadas por la enfermedad −Carabanchel, Usera, Villaverde, Villa de Vallecas, Puente de Vallecas y Ciudad Lineal, así como los municipios de Fuenlabrada, Humanes, Moraleja de Enmedio, Parla, Getafe, San Sebastián de los Reyes y Alcobendas− han sido condenadas ya a un gueto del que no podrán salir más que para ir a trabajar, al médico o al juzgado. El gran pecado de toda esa gente no es tener un PCR positivo sino una mácula mucho más brutal: estar a cero en la cuenta corriente. Algún que otro tuitero de Vallecas se preguntaba ayer en las redes sociales, con ácida ironía, si a los vecinos de los barrios y pueblos del sur los van a marcar con una estrella de David, como se hacía con los judíos en los tiempos negros del nazismo, para que no se mezclen con los señoritos de los barrios bien del norte. De cualquier manera, resulta cruel que se condene a tantos al contagioso Metro por la mañana, para salvar la economía, mientras por la tarde son recluidos en sus casas por orden gubernamental. Comienza sin duda un auténtico calvario para cientos de miles de familias sin recursos.
Entre tanto, en el Madrid opulento los ricos podrán teletrabajar, relajarse en las barbacoas y solazarse en jardines con piscina. En esas zonas el coronavirus se vivirá de otra manera, será un lejano mal sueño que sufren otros, el lumpen, los parias, los parásitos de la sociedad, como los definen los ultraliberales que votan a Ayuso. Por eso la presidenta se ha cuidado muy mucho de no tocar los barrios altos y no soliviantar a sus votantes, los “cayetanos” y “borjamaris”, no vaya a ser que algún día le monten una cacerolada como a Pedro Sánchez o un escrache como a Pablo Iglesias, que nunca se sabe.
El plan de Ayuso será ineficaz desde el punto de vista médico pero está bien enfocado en lo político para no perder las elecciones. Teñido de ideario neoliberal, ni siquiera contempla un refuerzo en las plantillas de médicos y enfermeras. Una vez más, la alergia de Ayuso a todo lo que huela a público y a intervencionismo estatal condena a la población a sufrir el colapso sanitario. Por lo demás, la intervención de la presidenta sirvió para confirmar que sigue viva tras varios días desaparecida y poco más. Descartó, eso sí, el Estado de Alarma general a la manera “socialcomunista” porque sería ruinoso para la economía, otra gran falacia, ya que el confinamiento se va a aplicar igualmente con severidad, solo que castigando a las poblaciones más desfavorecidas, consumándose así una suerte de vomitivo supremacismo sanitario. Todo en Ayuso sigue siendo propaganda barata y manual trumpista. Anuncia un millón de test y nadie sabe cómo piensa hacerlo; promete más rastreadores y luego nunca más se supo; se compromete a gastar más en Atención Primaria y los centros de salud cierran a pares, dejando sin servicio a los barrios y municipios más populosos. Por cierto, sigue sin aclarar qué ha sido de los 1.500 millones inyectados por el plan covid del Gobierno central. Algún día nos enteraremos de los pormenores de ese misterioso asunto. De momento, no extraña que la lideresa volviera a ser trending topic, una jornada más, esta vez bajo el hashtag de “Ayuso, confínate tú primero”. Touché.
Viñeta: Igepzio
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