(Publicado en Diario16 el 10 de septiembre de 2020)
¿Es el PP un partido situado al margen de la legalidad constitucional, tal como denunció ayer Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados? Para responder a esa pregunta habría que clarificar primero qué se entiende por ser o no constitucional. El propio TC, en varias sentencias históricas, ha dejado claro que la Constitución del 78 no exige una “militancia expresa”, es decir, que en este país uno puede ser perfectamente lo que desee siempre que se cumpla la ley. O lo que es lo mismo: en España no se persigue a nadie por sus ideas políticas, ya sea republicano o franquista, sino por haber vulnerado la legalidad. Desde ese punto de vista, un partido como el PP es cuanto menos de dudosa constitucionalidad, ya que en los últimos años ha vulnerado preceptos fundamentales contenidos en la más alta norma de nuestro ordenamiento jurídico. La formación conservadora ha organizado, para beneficio de unos pocos, una gran trama corrupta como el caso Gürtel; ha espiado a sus adversarios y opositores políticos contratando policías-sicarios pagados con fondos reservados; y lo que es aún peor: el partido de Pablo Casado ha obstaculizado gravemente la renovación de los cargos institucionales (el Poder Judicial, el Defensor del Pueblo y la dirección de TVE, entre otros).
Quizá sea esta última transgresión, el bloqueo sistemático al buen funcionamiento del Estado, la maniobra más execrable de todas. La Constitución Española exige claramente que las altas magistraturas estatales sean renovadas cada cinco años, pero eso a Casado −al que a menudo se le llena la boca de constitucionalismo−, parece darle igual. ¿Qué más da si el CGPJ, el órgano de Gobierno de los juzgados y tribunales, está paralizado desde hace dos años? ¿Qué problema hay si la Justicia española se colapsa sin remedio? A fin de cuentas, al PP eso le beneficia, así sigue teniendo la sartén por el mango, el control de órganos como el Tribunal Supremo, donde casualmente se enjuician los asuntos de corrupción con políticos aforados. Casado sabe que tras el descalabro de las pasadas elecciones generales el PP ya no tiene la mayoría en el Parlamento y su representación institucional debería readaptarse en consonancia con su pérdida de cuota de poder. Por eso se resiste. Por eso dice no a todo a Sánchez, con quien no quiere negociar nada. Es un caramelo demasiado goloso colocar a un juez o magistrado amigo en las altas esferas judiciales, más aún cuando se avecinan malos tiempos para el partido con el caso Kitchen. El auto del instructor de este sórdido expediente no puede ser más duro, contundente y revelador: “Órganos superiores de la Administración General del Estado” pusieron en marcha un “plan parapolicial” con el objetivo de torpedear las investigaciones judiciales por corrupción que acosaban al PP y al Gobierno de Mariano Rajoy. Con semejante declaración no extraña que Pablo Casado tiemble y no quiera ni oír hablar de perder peones en el escalafón superior de la judicatura española. En democracia, quien controla a los jueces tiene el poder absoluto y al líder de la oposición no va a haber manera de llevarlo a una mesa de negociación para que renueve los cargos institucionales.
Todo lo cual nos conduce a la pregunta de inicio: ¿es el PP un partido situado al margen de la legalidad constitucional? Con tales antecedentes, y teniendo en cuenta que la sentencia del caso Gürtel condenó al partido “a título lucrativo” por su financiación ilegal, la respuesta está más cerca de ser afirmativa que negativa. Un país como España necesita de una derecha centrada, respetuosa con la ley, limpia y aseada en lo democrático. Lo de condenar el régimen fascista de Franco (algo que el PP todavía no ha hecho) ya sería para certificado de pedigrí constitucional. No pidamos tanto a los herederos de la derechona patria. Sin embargo, el escándalo vuelve una y otra vez sobre Génova 13, trayendo los vientos de corrupción más sucios, y no pocos juristas se plantean si la única salida que le queda a ese partido es disolverse para proceder a su refundación, regenerando sus estructuras políticas de arriba abajo. La ley de partidos permite la ilegalización cuando la formación política se convierte en un problema para la democracia, como puede ser su adscripción a movimientos violentos (fue el caso de Batasuna cuando fue ilegalizada por no condenar el terrorismo etarra) o sus supuestas relaciones con bandas criminales organizadas.
Cabe recordar que el juez de la trama corrupta Púnica, Eloy Velasco, emitió en 2016 un auto en el que declaró el “carácter complejo” de la investigación (sobre todo después de que el Gobierno Rajoy acortara los plazos para indagar en los casos de corrupción) y calificó a los políticos y empresarios implicados como “una organización criminal”. Solo en aquellos años negros la lista de altos cargos y dirigentes imputados por corrupción llegó a superar los 800 en todo el país. Por un momento, la imagen que proyectaba el PP era la de un partido donde ni uno solo de sus máximos responsables estaba libre de pecado. Hasta 60 casos se acumularon en los tribunales, entre ellos Gürtel; Púnica; Lezo; Nóos; Bárcenas y otros a los que ahora se une el más repugnante y escabroso de todos: el caso Kitchen de espionaje a rivales políticos.
Las palabras pronunciadas en sede parlamentaria por Pedro Sánchez no son ninguna exageración. El PP pisotea la Constitución con sus constantes corruptelas criminales, es desleal por bloquear los Presupuestos necesarios para superar la pandemia y por no sentarse a negociar los nuevos cargos institucionales e incurre en comportamientos no democráticos porque no reconoce la legitimidad del Gobierno de coalición. ¿Qué más se necesita para aplicar la ley de partidos y proceder a la liquidación de una formación política que escándalo tras escándalo se supera a sí mismo en ignominia?
Viñeta: Igepzio
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