viernes, 6 de octubre de 2017

LA HORA DE LOS PERTURBADOS



(Publicado en Revista Gurb el 6 de octubre de 2017)

El incendio avanza sin control mientras los responsables políticos de ambos bandos siguen echando gasolina al fuego. Queda claro que a ninguna de las dos partes le interesa frenar el disparate absoluto al que ha llegado Cataluña. Para Mariano Rajoy, "el matón intransigente", como ya lo llama The New York Times, cuanto peor mejor en su beneficio político, por usar sus propias palabras disléxicas. Es decir, la guerra como programa electoral. Para Puigdemont lo más importante es seguir muy atento a TV3, por si los reporteros de la CNN se visten con la estelada en el último momento. De vez en cuando pone un tuit inútil llamando a la calma o reclama la mediación internacional del Vaticano o de Bruselas. De nada sirve, las democracias occidentales ni están ni se les espera, se lavan las manos vilmente como ya hicieron con la II República. Cuando empiece la fiesta mandarán reporteros para vender periódicos, escritores que pasarán a la historia con novelas lacrimógenas sobre el drama español y unos cuantos jóvenes brigadistas para cubrir el expediente. Estamos absolutamente solos con nuestra ignominia como pueblo en la hora más fatídica y crucial. La guerra es como una peste de la que los ricos listos se apartan para que los tontos pobres se maten entre ellos.
La mecha del odio ha prendido y las llamas avanzan descontroladas por toda Cataluña. El fuego no razona, el fuego solo se detiene cuando lo ha arrasado todo. Un Felipe VI cariacontecido comparece ante los españoles para hacer frente a su 23F, solo que esta vez no saldremos tan bien parados como entonces. Ni una palabra a las víctimas de las cargas policiales. Ni una mano tendida a la negociación. Es Rey de todos los españoles pero por lo visto lo entienden mejor en la derecha. Entretanto, la fiebre violenta sigue subiendo. En Madrid se vive un clima prebélico. Rojigualdas colgando de los balcones, encendidas soflamas patrioteras, cadenas de radio nacionalistas que instan a aplicar el 155 sin más demora. Babeando de rabia, exigen liquidar el Gobierno de la Generalitat, colocando a un general del Ejército en la poltrona de Puigdemont. "Toda esta gente tiene que acabar en la cárcel", arenga un tertuliano facha enfurecido. El pobre diablo no ha entendido que no hay prisiones suficientes para encarcelar a dos millones de independentistas, a menos que se habiliten los campos de fútbol, como hizo Pinochet. Al tiempo que los posfranquistas destilan su bilis, miles de catalanes soberanistas practican el apartheid del vecino, la xenofobia más abyecta, la limpieza étnica de la tribu mesetaria. Es la moda que se ha impuesto allí en una extraña atracción fatal por lo libertario, por la épica de las viejas revoluciones que precedieron a nuestra sangrienta guerra civil. Español fascista, independentista de mierda. Ese es el único diálogo que se escucha hoy en Cataluña. Más madera, esto es la guerra. Los gañidos entierran las palabras. Nos han balcanizado sin que nos diéramos cuenta. Nos quieren convertir en los yugoslavos ibéricos, chetniks enloquecidos programados para la batalla. Policías que aporrean ancianas, personas que hasta hoy eran pacíficos y honrados ciudadanos agrupándose en hordas de linchadores fanatizados y saliendo a la calle a trinchar maderos y picoletos. Todos ensayan la caza del hombre, le han cogido el gusto a la violencia desatada.
Vivimos una maldita pesadilla de la que no podemos despertar y que va cada día a peor. El enfermo ha entrado en una fase terminal, casi de descomposición. Una especie de nostalgia patológica por el viejo anarquismo barcelonés que tanto dolor provocó se ha apoderado de ciudades y pueblos, de barrios y calles, de plazas y avenidas, antes lugares civilizados y apacibles llenos de tranquilos viandantes, familias con niños y turistas. Se alecciona a los colegiales en el ideario revolucionario, se les mete en la cabeza que van a luchar por la libertad. Donde antes había un patio de colegio hoy hay una barricada; donde antes se montaba una alegre fiesta de barrio hoy hay mesas de alistamiento de la Asamblea Nacional Catalana; donde antes se extendía un parque recoleto hoy se prepara un siniestro campo de batalla. Se pinchan las ruedas de los coches, se queman contenedores, se escrachea al españolista que pasa por la calle guardando un temeroso silencio. La sinrazón como ideología, el miedo instalado en todas partes, en la oficina, en las escuelas y ayuntamientos, en el corazón mismo de las familias. "Aquí no servimos a lacayos del Estado", avisa un cartel a la entrada de un bar.
Mientras TV3 y TVE emiten sus Nodos propagandísticos, el reloj de la historia avanza inexorable hacia la hora dramática del balcón. Se da por hecho que el lunes Puigdemont declarará la República catalana independiente a la manera de Companys en el 34. Ya sabemos cómo acabó aquello. Un millón de muertos y cuarenta años de dictadura y represión. Eso es lo que buscan no solo los nuevos ideólogos de la intransigencia salidos de los criaderos del campus de Bellaterra, sino los ultras castellanos de la Villa y Corte que con la vena del cuello hinchada exigen el 155 y la intervención militar inmediata. Empezamos a echar de menos a los estadistas de antes, a Suárez, a Carrillo, a Felipe, a Pujol, al autoritario Fraga, por qué no decirlo. Los patriarcas de la concordia. Algunos fueron corruptos, es cierto, se lo llevaron crudo y a manos llenas, pero supieron estar a la altura, supieron comerse su odio visceral contra el enemigo y mirar hacia el futuro. Hoy ya no se mira al futuro para nada, seduce más el vicio contumaz del fanatismo, la retórica del odio y el fragor de los rancios ejércitos del pasado.
Sabemos que todo esto que aquí decimos, en este modesto artículo editorial, ya no está de moda. Sabemos que unos nos acusarán de fachas y otros de traidores comunistas que quieren romper España. Somos conscientes de ello. El sentido común y el pacifismo es la primera víctima de la guerra. Hoy se impone el frentismo más sectario en ambos lados, reinventar la historia –reventar la historia, habría que decir–, el revisionismo, el rencor como ideología, la inquina y el adoctrinamiento en la posverdad, que es la mentira de toda la vida escondida tras un término hueco que engatusa a las nuevas generaciones escasas de buenos libros. El veneno ha calado hondo en las gentes, ya no hay marcha atrás. Unos sacan a pasear a la momia de Lluís Llach para que balbucee La Estaca con voz trémula y moribunda. Otros gritan "a por ellos", "a por ellos", como si esto fuera un partido de fútbol. A un lado las barricadas, Visca Catalunya Lliure, Els Segadors y las masas inflamadas con el peor de los espíritus guerracivilistas. Al otro los que aplauden a los gloriosos tercios de Flandes y a los ejércitos africanistas que salen de los cuarteles para emprender la segunda cruzada española. Rafa Hernando dice que Puigdemont quiere muertos. Pablo Iglesias un día juega a patriota español y al cuarto de hora a amigo de los independentistas. Iceta, una de las pocas cabezas sensatas que aún quedan en esta película de terror, sigue intentando arreglar el desaguisado, pero no le dejan al hombre. Rafa Nadal predica en el desierto de la tierra batida. A Piqué lo quieren calentar los ultras. Los nazis europeos y los hackers rusos se ponen de lado de la independencia. Los bancos catalanes toman el dinero y corren. Un disparate tras otro. Dislate tras dislate hasta el suicidio colectivo. Así empiezan las guerras, entre mentiras bien tramadas y contadas, conspiraciones de agitadores borrachos y carcajadas histriónicas.
La sensatez se ha evaporado, la intolerancia ha ganado la partida, ya lo rodó Griffith. Las dos Españas emergen del fango de las cunetas dispuestas a ajustar viejas cuentas pendientes con el pasado. Fantasmas contra fantasmas. Muertos contra muertos. Los sacos terreros y las barricadas están ya preparados, los mártires listos para la inmolación. Los tanques avanzan a 155 por hora, según el horario constitucional previsto. Los cínicos curas catalanes, antes franquistas, hoy cantan salmos separatistas anticipando la hora fatal. Están encantados con la vuelta al terror del 36, nunca antes habían visto las iglesias tan llenas de gente. Solo falta que les quemen las capillas y les violen a las monjas para que salte la chispa que dé inicio al horror. Rezos estúpidos antes de la batalla, letanías y responsos de difuntos, incienso embriagador, caras de paletos asustados, beatas, cruces, luto, velas, lágrimas. La misma misa fúnebre que se oficia cada cuarenta años, el mismo ritual cíclico y secular al que nos arrastran los perturbados y paranoicos de siempre. Pues que Dios nos coja confesados.

Ilustración: Artsenal

No hay comentarios:

Publicar un comentario