(Publicado en Newsweek en Español el 27 de octubre de 2017)
La bandera española ya no ondea en algunos ayuntamientos catalanes. Lo que hasta hace un año parecía imposible, el delirio de una República independiente, se ha hecho realidad. La fecha del 27 de octubre de 2017 pasará a los libros de historia.
La sesión de hoy en el Parlament de Cataluña ha consumado la ruptura con España. Tras la declaración de independencia ya no hay vuelta atrás. La propuesta ha sido aprobada finalmente por 70 votos a favor, 10 en contra y 2 en blanco e insta al Govern a iniciar un proceso legislativo para elaborar una Constitución catalana. Antes de iniciarse el escrutinio, los diputados del bloque constitucionalista (PSC, Ciudadanos y PP) han decidido abandonar el hemiciclo en señal de protesta. La imagen de medio Parlamento vacío, precisamente el día en que nace la República Catalana, resulta demoledora. Un Estado a medias, un país fracturado por la mitad.
Llegado el momento de votar, los líderes de Junts Pel Sí y los antisistema de la CUP han pedido poder hacerlo en secreto. Curiosamente, después de tantos siglos de supuesta dominación y opresión española, no querían quedar retratados para la posteridad. El miedo a las querellas y la sombra de la cárcel pudieron por un momento con el sentimiento ultrapatriótico.
La votación finalmente fue secreta y por orden alfabético, mediante el sistema de papeleta en urna, pero antes de depositar el voto, algunos diputados decidieron mostrárselo a los fotógrafos de los medios de comunicación, para que quedara claro cuál era su decisión. Ese selfie puede evitar la prisión en el futuro. Antes del escrutinio, la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, leía una declaración institucional en la que, al mismo tiempo que proponía a Cataluña como un Estado "independiente, soberano, de derecho democrático y social", instaba al Estado español a mantener una relación en pie de igualdad. Pero soplan vientos de conflicto, no de fraternidad.
Esta vez, a la tercera o cuarta (ya se ha perdido la cuenta) la independencia de Cataluña era proclamada por fin en el Parlament. Sin suspensos ni prórrogas, sin palabras ambiguas ni circunloquios ininteligibles. De esa manera, Carles Puigdemont ha optado por una fuga hacia adelante, por dar el salto al precipicio. La historia dirá si su propuesta para aprobar la independencia es un auténtico suicidio individual y colectivo, como auguran los más pesimistas.
El documento da por hecho que Cataluña saldrá de la UE, anticipando una especie de Brexit pero sin votación, e invita a los ciudadanos independentistas a que inicien los trámites para solicitar la nacionalidad catalana. Extraña forma esa de construir un país la de contar con menos de la mitad de sus ciudadanos y condenar al resto a una especie de apartheid jurídico y social.
Puigdemont perdió el jueves una oportunidad de oro para reconducir la situación. Podría haber convocado elecciones y presentar su dimisión irrevocable tras haber arrastrado a su país a la ruina económica y a un auténtico callejón sin salida. Más de mil quinientas empresas se han marchado ya de Cataluña (un promedio de veinte cada hora). También los bancos principales, aterrorizados por la crisis, han decidido poner pies en polvorosa. Lejos de dimitir, el canciller catalán decidió dejarse amedrentar por la calle, alentada por los antisistema de la CUP y por los tuits incendiarios del comediógrafo Rufián (ERC), que lo acusó de traidor al haberse "vendido por 155 monedas de plata", en alusión al polémico artículo de la Constitución que pretende aplicar el gabinete Rajoy.
El líder independentista no solo ha demostrado ser un trilero que no ha estado a la altura de las circunstancias históricas, un tahúr de las palabras que ha hecho de la política un póker macabro, sino un gobernante irresponsable que no ha tenido la gallardía de aguantar la presión de sus hooligans ni de optar por hacer lo que era mejor para el conjunto del pueblo catalán.
Por un momento meditó convocar elecciones autonómicas lo que, si bien no hubiera solucionado el problema, habría ayudado a rebajar tensiones. No lo hizo. Las redes sociales se le echaban encima, tachándolo de "traidor" a la causa por renunciar a la declaración de independencia. Según fuentes próximas al Palau de la Generalitat, en la noche del jueves Puigdemont había presentado su dimisión hasta dos veces, pasándole la patata caliente de la DUI (declaración unilateral de independencia), primero a su vicepresidente, Oriol Junqueras −quien le dijo que ese cáliz lo tenía que beber él mismo−, y después a la presidenta del Parlament, que le respondió que ella ya tenía el cupo de querellas cubierto. La imagen de soledad de Puigdemont en su escaño durante la primera sesión del jueves resultaba patética; la dimisión del conseller Santi Vila preocupante y premonitoria. Algunos en Junts Pel Sí trataban de hacer recapacitar al honorable pero solo encontraban tozudez, sordera política, intransigencia.
Mientras tanto, la negociación del líder catalán con el gobierno de Madrid, tratando de imponer sus famosas "garantías" a cambio de unas elecciones autonómicas, no fue más que un nuevo farol de mal jugador de naipes, un intento de chantaje en toda regla. El president exigía a Mariano Rajoy su propia impunidad para no ir a la cárcel, la libertad inmediata de los Jordis y la paralización del artículo 155. Ningún gobierno europeo hubiera accedido a esa tabla de exigencias. En un sistema democrático con separación de poderes, nadie puede interferir en las decisiones judiciales, eso ya debería saberlo el honorable.
Resulta evidente que Puigdemont, como radical de pedrigrí que es, entiende el diálogo como imposición. Si un político de la talla y buen juicio de Tarradellas levantara la cabeza, a buen seguro le daría un fuerte tirón de orejas y le diría aquello de "noi, en política se puede hacer todo menos el ridículo". Pero Tarradellas era un auténtico estadista que restauró la Generalitat tras cuarenta años de dictadura; Puigdemont solo una marioneta en manos de los cachorros de la CUP. Hasta los letrados del Parlament le han advertido que tramitar la DUI supone tramitar una bomba de relojería. Da lo mismo. Al mandatario catalán ya todo le da igual, ya todo lo encomienda a la calle.
A partir de ahora serán los Comités de Defensa de la República, las células más activas de la CUP, quienes tratarán de defender la recién nacida independencia frente a la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado español, que en los próximos días intentarán hacer efectivo el artículo 155 para intervenir las instituciones catalanas. Madrid ya prepara el cese de todo el Govern al completo. Algunos de ellos terminarán detenidos y puestos a disposición judicial. TV3, la televisión pública de Cataluña, será controlada. La autonomía, una de las más desarrolladas del mundo, seriamente recortada. Habrá revueltas, desórdenes públicos, huelgas, insurrecciones populares que incendiarán las calles aquí y allá. Es el escenario soñado por los antisistema de la CUP, que se han estado entrenando durante años para este glorioso momento y que, ahora sí, podrán apelar con causa a la comunidad internacional ante la supuesta “represión” del Estado español.
Los líderes independentistas ya tienen preparada toda una estrategia para hacer frente a las fuerzas policiales y en su caso militares. Incluso disponen de planes con piquetes para intentar controlar los servicios públicos, la frontera con Francia, las carreteras y las estaciones de trenes y autobuses. El problema se enquistará, se prolongará durante años, quizá décadas. El sufrimiento y la frustración que aguarda a los ciudadanos catalanes será insoportable. Esa es la obra política que deja Puigdemont el ultramontano. Cataluña, hasta hoy una de las regiones más prósperas y avanzadas de Europa, pasará a ser un solar colectivizado por la comisaria política Anna Gabriel. A partir de ahora, los antisistema de la izquierda radical tomarán las riendas de la situación. Han borrado del mapa al PDeCAT de Puigdemont, el partido de la burguesía catalana tradicional. Así suelen estallar las revoluciones: la maquiavélica burguesía enciende la mecha y el proletariado sufridor se deja la piel en las barricadas.
Ha habido DUI. Habrá 155. Una trágica tenaza para Cataluña y también para España. Un fracaso para todos los españoles y el punto final del Régimen del 78, el de la concordia, ese que, pese a sus borbones y corruptelas, ha permitido cuarenta años de convivencia, paz y prosperidad y que con tanta alegría pretenden liquidar algunos. El espejismo de varias generaciones de españoles de sentirse europeos y civilizados ha durado 40 años. Fuimos gente normal durante un tiempo; y fue bonito mientras duró. Pero ahora, tras la DUI, volvemos al tribalismo, al odio fratricida y al enfrentamiento civil, a la carlistada y al pronunciamiento, al plato de patata pobre y a una vida de incertidumbres, quizá de miserias.
La tragedia ibérica se repite cíclicamente, ya sea por los fanatismos civiles o religiosos, por los nacionalismos irredentos o por los oportunistas salvapatrias que surgen cada cierto tiempo para arruinar el país. A este vodevil disparatado que ha sido la independencia de Cataluña ya solo le queda un último acto, quizá el más trágico de todos: el enfrentamiento civil en las calles. Los ideólogos Puigdemont/Junqueras no irán al exilio dorado de Perpiñán, como tienen previsto, sino más bien al purgatorio penal de Alcalá Meco. Eso sí, Kosovo y Osetia del Sur reconocerán a Cataluña. También los hackers de Putin, que se disputarán los restos de la batalla. La hora de la comedia se ha terminado. Ahora empieza la tragedia.
Foto: AFP
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