(Publicado en Diario16 el 13 de febrero de 2021)
Los sindicatos se están movilizando porque no se fían de las promesas del Gobierno. Está visto que en este país da igual que mande la derecha o la izquierda, al final los trabajadores que necesitan defender el plato de lentejas tienen echarse a la calle y saltarse el trámite parlamentario, que suele ser largo, engañoso y no conduce a nada. Tanto UGT como Comisiones Obreras andan escamados estos días porque hace tiempo que se les prometió la derogación de la reforma laboral del PP y una subida del salario mínimo interprofesional (SMI) que no termina de llegar.
Ambas promesas estaban en los acuerdos adoptados por el Gobierno de coalición, como también estaban acabar con la sempiterna precariedad laboral y recuperar la negociación colectiva, liquidada y enterrada desde los tiempos de Rajoy Manostijeras. Sin embargo, pasan los días y los meses y las ansiadas reformas del esclavista mercado laboral no se acometen tal como se había pactado entre el Ejecutivo y los sindicatos, que empiezan a sospechar que una vez más, como ya ocurrió en tiempos de Felipe González, alguien les está dando gato por liebre.
La coalición de la “rosa morada” no termina de carburar en políticas prácticas, en mejoras para la vida de la gente y en la restauración del Estado de bienestar. Todo son enfrentamientos estériles y cainismo entre ambos socios de gobierno, que andan acuchillándose a conciencia a cuenta de la Ley Trans y el bizantino debate sobre la “calidad de nuestra democracia” abierto por el ala pauloeclesial, o sea Pablo Iglesias. El Ejecutivo de izquierdas que tantas expectativas había despertado en las clases obreras empieza a generar desconfianza en los sindicatos, que han abierto ya las taquillas para rescatar las pancartas, las banderas con la hoz y el martillo, los bocadillos, las gorras y los silbatos, por lo que pueda pasar.
Parecería lógico pensar que ahora que van a llegar los manantiales de Bruselas, o sea el fondo de ayuda europea, sí toca una subida del SMI, la revalorización de las pensiones y la derogación total de la reforma laboral del PP. Sin embargo, en el Ministerio del Íbex 35, o sea Calviño y Escrivá, no están por la labor, aunque nos consta que Yolanda Díaz sigue dejándose la piel para que Sánchez se moje de una vez y le eche valor a la cosa. La brava y coherente ministra gallega conoce los dobleces y abusos del mercado laboral porque se lo ha trabajado desde su época de pasante, y es todo un ejemplo de por dónde debe ir la nueva izquierda contemporánea real y posibilista. En sus primeros años como abogada, mientras unos se dedicaban a escribir tochos aburridos sobre el legado de Gramsci y a ensalzar el experimento cubano/chavista, otros y otras como Díaz se batían el cobre en los juzgados para rescatar ese mendrugo de pan que los trileros de la patronal acostumbran a afanarle a los obreros.
Díaz ha visto de todo en el salvaje mercado laboral español, abusos, explotaciones, injusticias, cosas, esas maneras de vivir que no dan de vivir, que decía Larra, y ha entendido perfectamente de qué va esto de la crisis. Estar todo el día teorizando sobre la revolución, entre birras como en la cantina de la Complutense, o quejándose de que en España no tenemos una democracia perfecta, como hace Iglesias, es absurdo, además de inútil y de conducir a la frustración y la melancolía.
Yolanda Díaz no tiene tiempo para ensayos etéreos sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos, para las componendas con Otegi y el compadreo con Puigdemont. Sabe que el tiempo se acaba y la extrema derecha llega desde atrás pidiendo la vez. La ministra de Trabajo va al grano, al tema, que no es otro que la lamentosa situación vital de las capas más vulnerables de la sociedad, el paro galopante, los falsos autónomos, la teta de los ERTE que empieza a secarse y en resumidas cuentas el hambre, que es el eterno asunto que la izquierda española, sociata o podemita, no sabe cómo resolver.
Ahora los sindicatos dicen que van a estar “muy pendientes, organizados y movilizados” hasta conseguir que las reivindicaciones laborales se hagan realidad. Y tienen toda la razón del mundo para ponerse en guardia. Han sido muchos años de falsas izquierdas, de socialistas al servicio de los arzobispos del dinero y de inútiles funcionarios teóricos, y no están dispuestos a tragar más. Todo ese desvarío de la izquierda desnortada lo estamos viendo estos días en Cataluña, donde un partido supuestamente progresista como ERC se ha aliado con los señoritos de Canaletas para colocarle un cordón sanitario a Salvador Illa, como si fuese un Santiago Abascal de la vida. Al candidato del PSC los indepes le han tendido una trampa para hacerlo pasar por un charnego apestado que se niega a someterse a la prueba del PCR, convirtiendo el asunto en tema central de campaña, como si los catalanes no durmieran por la noche pensando en si al ministro le han metido el molesto palito por la nariz en busca del virus.
El montaje que ha sufrido Illa a cuenta de su test de antígenos es repugnante, además de frívolo y estúpido, por lo que tiene de intento de reducción de la política a la categoría de vodevil en la mejor tradición trumpista. El enrocamiento ciego y fanático de los secesionistas y la negativa a pactar nada con el PSOE supone el final de la política real, útil, buena para los ciudadanos. Junqueras prefiere seguir en la ensoñación del “procés 2” en lugar de sentarse a dialogar con la izquierda española para mejorar la vida de los catalanes. Dramático.
Pablo Iglesias estará encantado en medio de todo este ruidoso berenjenal de la campaña electoral catalana, de la que espera sacar algunos réditos mostrándose como el mejor abogado defensor del independentismo con bufete en Madrid. Lo malo es que a las puertas de Moncloa tiene una basca de obreros cabreados que ya no quieren ni pueden esperar más porque les crujen las tripas y se preguntan cuándo piensa hacer algo el Gobierno. A la famélica legión ya no le valen ensayos teóricos sobre la calidad democrática del país. Quiere pan y lo quiere ya.
Viñeta: Pedro Parrilla
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