(Publicado en Diario16 el 18 de febrero de 2021)
La derecha española, tradicional monolito indestructible, ha saltado por los aires. La izquierda sigue como siempre: navajeándose a conciencia, tal como lleva haciendo desde que aquellos liberales de las Cortes de Cádiz se dividieron fratricidamente entre “doceañistas” y “veinteañistas”, o sea moderados y exaltados, en su lucha secular contra el absolutismo borbónico. La fragmentación y el atomismo político imperan en ambos bloques en estos tiempos de pandemias y crisis cósmicas que exigirían unidad y esfuerzo común para salir del atolladero. La política se ha convertido en parte del problema más que en la solución y no se ve salida al túnel ni en azul ni en rojo. Se impone el sectarismo, el odio cainita y el individualismo frente a lo colectivo mientras la democracia liberal corre serio riesgo de desmoronarse, como ya ocurrió en el primer tercio del siglo pasado, dando paso a las filosofías violentas, a los locos salvapatrias y a la jungla humana.
En las últimas horas algunas ciudades españolas han ardido por la furia antisistema tras el encarcelamiento del rapero Hasél y todavía resuenan las palabras que estremecen de Isabelita Peralta, la nueva musa del nazismo español, esa púber de azul falangista y una empanada mental de libros considerable que agita el odio contra los judíos. Es el pasado que vuelve, las nuevas-viejas corrientes ideológicas que resucitan debidamente recicladas y tuneadas con mucho filtro en Instagram. Pablo Echenique alienta las barricadas en las calles (apreteu, apreteu); los jueces nostálgicos proponen la ilegalización del PCE, como en el 75; las niñas fachas arrasan en Youtube con sus soflamas racistas descabelladas entre sesión y sesión de maquillaje y brillibrilli. Distinto disfraz, el mismo monstruo de siempre. Todo retorna, todo vuelve en un desesperante péndulo histórico que amenaza con devolvernos de nuevo a la ley de la selva. La democracia liberal está seriamente tocada; el Estado de bienestar se desmorona. El abono se ha sembrado para que crezca el árbol seco de la muerte.
Y mientras tanto, los partidos tradicionales cumplen con su papel de comparsas de la decadencia. En el PP el debate sobre el futuro del partido se antoja intenso, apasionado, acalorado. Por momentos bronco y copero. La debacle en las elecciones catalanas ha sido de proporciones históricas (una más) y unos y otros se miran a la cara preguntándose qué demonios han hecho mal y dónde está la salida al atolladero. No hace falta ser un avezado politólogo para ver cuál es la raíz del mal: una corrupción no asumida ni regenerada; una alianza suicida con la extrema derecha; el trumpismo casadista/ayusista que demasiado a menudo se confunde con la extrema derecha. Pablo Casado ha ordenado salir de Génova 13 que amenaza ruina, saltándose la máxima de que en tiempo de tribulación no se debe hacer mudanza. Cambiar de casa nunca ha resuelto los problemas familiares mientras la militancia se pregunta desconcertada hacia dónde va el partido.
Tenemos que seguir como siempre, dicen unos; tenemos que refundarnos, aglutinar a las derechas y recuperar el liderazgo político, aseguran los otros. Todo es confusión en el PP porque no hay un patrón con las ideas claras. Todo es oscuridad porque falta el faro o guía que dirija a la tribu extraviada. Por la mala cabeza y errores de cálculo de Casado, al PP le queda una dura travesía en el desierto. La dirección nacional defiende la mudanza para dejar atrás la cataclísmica Edad Gürtel, pero hay barones que no están de acuerdo. No han hablado públicamente, aunque en los pasillos rajan de lo lindo. Hay rumores, habladurías, runrún. Fernández Mañueco ha puesto paños calientes a la apresurada salida de la casa popular de siempre y ha definido la medida como una “propuesta”. En Andalucía, Juanma Moreno ha mostrado su respeto al cambio de sede, pero en ningún momento ha dicho que la apoye: “Eso es una decisión de la dirección nacional a la que yo respeto y, por tanto, no tengo nada más que añadir”. Por su parte, Núñez Feijóo, la gran esperanza blanca del peperismo del futuro, también se ha pronunciado pero igualmente sin mojarse demasiado: “Es una cuestión de carácter interno, de intendencia del partido, y por las cuestiones de carácter interno del partido es mejor opinar en el ámbito interno”. Una salida a la gallega, un sí pero no, un todos amiguiños pero ándate con cuidado. Un carallo a tiempo es una victoria dialéctica, ya lo dijo Cela, de modo que Feijóo todavía no ha dado el puñetazo encima de la mesa.
Si Casado sigue siendo el hombre apropiado para dirigir los destinos de la derecha tradicional española solo el tiempo lo dirá. Los barones en plaza están removiéndose en sus poltronas. Díaz Ayuso es la única que le hace la pelota al jefe sin un atisbo de autocrítica. La muchacha quiere llegar a presidenta de España y unas elecciones catalinas no le van a quitar a ella el sueño de dormir con camisón de seda en Moncloa, que es más chic que el apartamento de Kike Sarasola. La trumpita castiza es la última bala que le queda al casadismo para no terminar estrellándose como el avión aquel de Aterriza como puedas. Génova 13 (mientras no se consume la mudanza siguen siendo Génova 13 con todo su historial corrupto) cada vez se parece más a aquella cabina enloquecida de la célebre comedia americana donde reinaba una delirante confusión. Solo falta el largo Kareem Abdul Jabbar vestido de jugador de baloncesto a los mandos del aparato y Santi Abascal diciéndole a Casado aquello de elegiste mal día para dejar de fumar, o sea para dejarse el vicio ultra y romper el trifachito.
El PP atraviesa por la peor crisis de toda su historia. La derecha corre serio peligro de implosionar después del subidón de Vox en las catalanas. Mientras tanto, en el Gobierno tampoco atraviesan por un remanso de paz. Las aguas bajan revueltas. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias se atizan a conciencia a cuenta de la Ley Trans mientras la pandemia sigue causando estragos y la economía se ha ido al garete. La izquierda también está al borde del colapso. Pero del Gobierno ya hablaremos otro día.
Viñeta: Pedro Parrilla
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