(Publicado en Diario16 el 9 de febrero de 2021)
Pablo Iglesias ha vuelto a arremeter contra la calidad de la democracia española. “Lo tengo que reconocer como vicepresidente del Gobierno español: no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España cuando los líderes políticos de los dos partidos que gobiernan Cataluña están uno en la cárcel y el otro en Bruselas”, ha asegurado en una entrevista para el diario Ara. La opinión de Iglesias, un político tan necesario como en ocasiones excesivo y temperamental en sus discursos, entraña una verdad y una falsedad. Es cierto que en los últimos años la calidad de nuestra democracia se ha resentido significativamente y que hemos ido para atrás en el tiempo en la lucha secular por las libertades fundamentales. Se han perdido derechos como consecuencia de las políticas reaccionarias de los gobiernos del Partido Popular y hay sobradas muestras de ello. Ahí están las reformas laborales que han enterrado grandes conquistas sociales de los trabajadores que parecían consolidadas para siempre; los procesos abiertos contra artistas, intelectuales y raperos procesados por enaltecimiento del terrorismo cuando el derecho a la libertad de expresión debería ser un bien sagrado e intocable no sujeto a restricciones penales de ningún tipo; o las últimas polémicas resoluciones dictadas por una Administración de Justicia disfuncional, como esa controvertida sentencia de las hipotecas que defendió los intereses abusivos de la banca frente a los consumidores.
Todo ello por no hablar de la corrupción generalizada; la inviolabilidad de un ex jefe del Estado que anda por el mundo arrastrando graves sospechas de delito e inmoralidad; la judicialización de la política contra partidos considerados disidentes del sistema; las cloacas del Estado y las andanzas de Villarejo; el escandaloso control del poder judicial para fines partidistas; la policía patriótica; las injusticias cometidas por las grandes compañías eléctricas contra las capas más vulnerables de la sociedad (aumentando la pobreza energética y la desigualdad); las tropelías contra los derechos de los inmigrantes (devoluciones en caliente y brutalidad policial); los chanchullos de la banca (cobro de comisiones ilegales y tramas ocultas como la compra del Banco Popular por un euro); los jueces machistas que ponen sentencias como la de La Manada; y el propio auge de la extrema derecha, que es en sí mismo un síntoma claro del mal o crisis institucional que sufre la debilitada democracia española.
Sin embargo, Iglesias pierde la razón cuando aprovecha las distorsiones y deficiencias del sistema (que sufren todos los países occidentales avanzados) para desacreditar un régimen político que desde el año 1978 ha sido una historia de éxito. El ministro de Transportes, José Luis Ábalos, se lo ha explicado brillantemente al vicepresidente al asegurar que “las democracias no son perfectas e integran anomalías”. Y esa es la clave, el meollo de la cuestión. ¿Tenemos una democracia en España con todas las garantías? La tenemos, tal como demuestran los últimos informes de organismos internacionales sobre transparencia internacional, que sitúan a nuestro país entre las 22 democracias plenas y consolidadas del mundo. ¿Hay muchas cuestiones y aspectos por mejorar? Sin duda, y ahí entra la obligación de Pablo Iglesias, como vicepresidente del Gobierno que es, de trabajar para coser las costuras. Iglesias, como representante de uno de los poderes del Estado, tiene el deber de pelear para que aquellas piezas del mecano que no funcionan vuelvan a hacerlo otra vez. En ocasiones da la sensación de que tenemos un vicepresidente que habla desde un púlpito o altar, criticando esto y aquello desde fuera, sin mancharse las manos y sin asumir responsabilidad alguna. ¿Acaso no forma parte del Gobierno Pablo Iglesias? ¿Es que no es uno de los integrantes del Consejo de Ministros que están ahí para subsanar las averías detectadas? ¿O simplemente actúa como mero observador, como espectador, taquígrafo u hombre que pasaba por allí, por los pasillos del poder? Pues entonces que gobierne, que arregle los deterioros e imperfecciones, que ejerza las tareas de funcionario del Estado, que para eso se le paga, y que deje de hablar unas veces como analista político de la actualidad y otras como un Pepito Grillo de Pedro Sánchez que no se sabe muy bien si forma parte del Gobierno o de la oposición.
Iglesias ha inventado muchas cosas en estos últimos años convulsos de la historia de España: la nueva izquierda útil y renovada, la articulación del movimiento de los indignados como fuerza política que puede cambiar las cosas y el proyecto de Segunda Transición. Y por lo visto también ha inventado el cargo de vicepresidente relator, es decir, alguien que toma nota e interpreta los hechos desde dentro del Ejecutivo como si fuera un árbitro o juez más allá del bien y del mal. Además, y aunque sus opiniones sobre los males del país siempre tienen una buena intención como es la de profundizar en la democracia, comete el grave error de confundir el todo con la parte y de generalizar (toda generalización es una confusa interpretación de la realidad). Llegar a la conclusión, como hace con frecuencia, de que no tenemos democracia en España porque Oriol Junqueras y los suyos han terminado en la cárcel es un análisis de brocha gorda impropio de un profesor de la Complutense. Los líderes independentistas pisotearon el imperio de la ley, la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Todo el mundo pudo ver lo que pasó aquellos días en los que se intentó quebrar el orden constitucional. La historia del conflicto catalán y del procés, por antecedentes históricos, por causas y por rasgos propios, no tiene nada que ver con el caso del líder ruso Alexei Navalny, opositor a las políticas de Putin, ese tipo megalomaníaco del KGB que se maneja como un auténtico tirano. España no es Myanmar, ni tampoco una satrapía o un estado fallido como muchos que hoy se debaten entre la guerra y el tercermundismo. Los secesionistas catalanes retorcieron la ley, buscaron las grietas del sistema y abusaron de la democracia que les dio la libertad para ejercer sus derechos políticos. Asumieron las consecuencias de sus actos y han pagado por ello. La ministra Carmen Calvo, siempre lúcida y atinada, se lo ha explicado a su vicepresidente una vez más: “Discrepo absolutamente, en España tenemos la normalidad propia de un Estado de derecho que aplica las leyes a todos por igual”. Iglesias debería aclararse, plantearse su futuro y decidir si quiere quedarse en Moncloa o irse a la oposición. Porque no se puede estar en misa y repicando y porque tratar de mantenerse en ambos lugares a la vez conduce a la melancolía, cuando no a un grave problema de desdoblamiento de la personalidad.
Viñeta: Iñaki y Frenchy
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