(Publicado en Diario16 el 16 de abril de 2021)
Niños asesinados, enfrentamientos en las calles, centros comerciales asaltados… La ola de violencia racial que se ha desatado en Estados Unidos en los últimos días ha sobrepasado ya todos los límites, hasta el punto de que el país se encuentra al borde de la Ley del Far West. La alcaldesa de Chicago, Lori Lightfoot, se ha visto obligada a hacer un llamamiento a la calma a los ciudadanos después de que se difundiera un vídeo estremecedor de la Policía local en el que se recoge el asesinato del muchacho hispano Adam Toledo, de 13 años, a causa del disparo efectuado por un agente uniformado. Mientras tanto, las autoridades de Indianápolis hacen balance del último sangriento tiroteo en las instalaciones de la empresa de mensajería FedEx: al menos ocho muertos y varios heridos. Y todo ello mientras la sociedad norteamericana se desayuna cada mañana con una nueva sesión del juicio por la muerte del ciudadano negro George Floyd a manos de un policía supremacista, un caso que desató intensas protestas convocadas por el movimiento antirracista Black Lives Matter, además de la peor oleada de disturbios que se recuerdan.
Las últimas semanas están siendo especialmente brutales y el Gobierno federal habla ya de un preocupante repunte en el número de tiroteos. El 16 de marzo, un hombre acababa con la vida de ocho personas en varios ataques contra locales de masajes asiáticos. Una semana después, un atentado en un supermercado de Colorado se saldaba con otras diez víctimas mortales. La violencia supremacista campa a sus anchas en la primera potencia mundial, donde cada año mueren cerca de 40.000 personas en incidentes relacionados con armas de fuego. La situación ha alcanzado tintes tan macabros y surrealistas que los expertos y analistas ya distinguen entre “tiroteo colectivo” (un suceso en el que al menos cuatro personas resultan heridas) y “matanza” (cuatro fallecidos o más). Por descontado, las acciones armadas tienen lugar con mayor incidencia en aquellas zonas donde las diferencias y brechas raciales son más acusadas: Luisiana, Misisipi, norte de Florida, Alabama, Georgia y Carolina del Sur.
¿Es este el enfrentamiento civil entre ricos y pobres, entre blancos y negros del que avisaba Donald Trump antes de ser desalojado de la Casa Blanca por la fuerza de los votos? Quizá solo sea el anticipo de lo que está por venir en un país donde circulan libremente más de 300 millones de armas de fuego, aunque se desconoce la cifra exacta, ya que cualquier ciudadano puede adquirir un rifle o un revólver como quien compra una barra de pan, sin que la operación pase por el censo nacional o por las oficinas federales. Por si fuera poco, el problema se agrava tras la proliferación de un mercado negro en internet, donde cualquier norteamericano puede hacerse con un kit de piezas sueltas y fabricarse su propio armamento ligero o pesado en su propia casa, sin que quede registro ni número de serie alguno.
Ante la magnitud del desastre nacional, el presidente Joe Biden ha anunciado medidas drásticas para tratar de frenar una auténtica epidemia que él mismo califica como “vergüenza nacional”. Sin embargo, su ambicioso plan lo tiene difícil, ya que cuenta con una fuerte resistencia republicana en el Congreso. Una vez más, nos encontramos con la cerrazón del reaccionario bloque conservador controlado por el ala trumpista, una facción que para oponerse a las medidas restrictivas suele invocar la Segunda Enmienda de la Constitución estadounidense, la que protege el derecho del pueblo estadounidense a poseer y portar armas. El controvertido artículo de la Carta Magna ha sido avalado por la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, cuyos magistrados, sin duda mayoritariamente conservadores, han sentenciado en sucesivas ocasiones que portar armas es un derecho individual de todo ciudadano.
Ante esa maquiavélica coyuntura legislativa poco puede hacer el entusiasta Joe Biden, no solo porque cualquier movimiento reformista chocará inevitablemente contra la sagrada Segunda Enmienda, sino porque la medida es impopular y puede costarle el cargo. Conviene tener en cuenta que Trump no se ha retirado definitivamente de la política, más bien se ha tomado unas vacaciones en su lujosa mansión de Palma Beach, y amenaza con volver a presentarse a la reelección armado con su programa reaccionario, una panoplia de política mezcla de populismo de extrema derecha, supremacismo blanco y nacionalismo patriotero autárquico y antiglobalizador.
En cierta manera, el gran problema de los Estados Unidos radica en que las ideologías neofascistas han arraigado en lo más hondo de la sociedad norteamericana. El fenómeno está perfectamente descrito en Cómo perder un país: los 7 pasos de la democracia a la dictadura, de la escritora turca Ece Temelkuran, donde se define el trumpismo como una ideología fundamentada en el populismo de derecha; la demonización de la prensa; la revisión negacionista de hechos establecidos y probados (tanto históricos como científicos); el desmantelamiento o control de las instituciones judiciales y políticas; y la reducción del sexismo y el racismo a la categoría de anécdotas. Estamos hablando de una auténtica “batalla cultural” (un término habitualmente utilizado por los trumpistas españoles de Vox) para destruir la democracia desde dentro y reducirla a una plutocracia del dinero regentada por las familias y estirpes financieras más pudientes. Para subvertir el orden político, nada mejor que las teorías conspirativas, que Trump ha sembrado profusamente por todo el país.
En ese objetivo de instauración de un orden clasista, cuasifeudal y elitista, las armas juegan un papel fundamental. Los grupos neonazis y sociedades ultraconservadoras se han convertido en fieles ejércitos trumpistas dispuestos a cualquier cosa para defender a su amado líder. Se cree que las bandas terroristas de extrema derecha están detrás de la mayoría de los atentados de los últimos días, pero luchar contra ellas no resultará fácil. Son demasiadas, están bien organizadas y aleccionadas y atesoran un auténtico arsenal que pueden poner en juego en cualquier momento. Ya lo intentaron con el asalto al Capitolio del pasado 6 de enero. Y han prometido que lo volverán a hacer.
Viñeta: Igepzio
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